viernes, 2 de noviembre de 2018

Los 7 libros



Caía la tarde en la taberna de La piedra y el pedernal. Se preveía una noche fresca y el lugar estaba lleno como con cada jornada previa a Solaz: luego de seis días de duro trabajo la gente se juntaba a comer y sobre todo a beber, mientras escuchaban viejas historias. Hoy el gwerh había llegado temprano, y los rollos de papel con pedidos al músico y narrador se amontonaban en el estuche abierto de su instrumento. Unas copas previas que le habían invitado aseguraban que sus manos ágiles iban a encontrar en particular  algunos de los rollos solicitados, y el alcohol aseguraba un corazón ligero que acompañare a su canto o relato.
Sobre la barra recitaba cortas asonancias, medias rimas  y aliteraciones, mientras con una mano mantenía sujeta una pinta de cerveza y la otra se deslizaba sobre las cuerdas del instrumento apoyado en sus rodillas: sol-re-la-mi, mi-la-re-sol, que resonaban quedamente sobre la boca redondeada de su instrumento.
Nadie sabía su nombre real, lo apodaban Raposo, por el chaleco de piel que vestía siempre, brillante y sedoso, tan poco práctico o usual en una persona de los caminos. Todos conocían bien las viejas tradiciones: Un lugar de descanso para el viajero cansado, una copa de vino para el extranjero recién llegado, y nunca preguntar el nombre de quien no se presentaba primero. El nombre verdadero tiene poder sobre la persona, así como las palabras sobre las cosas que nombran y quienes las escuchan. Se decía que antiguos trovadores podían cantar canciones que obligaban a la confianza, al letargo, a la desmesurada alegría o que podían provocar enfermedades. Nadie creía del todo tales historias, pero nadie se inmiscuía tampoco en los asuntos de un gwerh ¿para qué tentar la suerte?

El fuego crepitaba y su luz comenzaba a dominar el ambiente a medida que la noche extendía su abrazo de tinieblas. 
Algo que contar, algo que  cantar a quien encandila con su cálido encanto, con su encantadora calidez. La aliteración no lo convencía tanto como los bellos ojos de la camarera que lo observaba con implícitas promesas, el salón estaba repleto y los platos ya vacíos indicaban el momento mejor que el viejo mecanismo en la pared detrás de la barra, cuya aguja se aproximaba a la luna pintada en su fondo.

(continuará...)