La noche se extendía cristalina sobre la Estación Marambio, con un cielo que jamás se vería en el continente. Sobre la isla donde se encontraba la base, en el Mar de Weddell, las estrellas brillaban con una intensidad que parecía casi sobrenatural, mientras la luna hacía rielar las aguas oscuras del océano antártico. Era una de esas noches de verano austral donde el hielo marino había retrocedido lo suficiente como para permitir que el pequeño puerto de la base permaneciera libre de témpanos.
Juan Salvo se encontraba revisando los datos del día sobre los pinguinos, su actividad habitual y una de las razones por las que estaba en la base como biologo. Aunque era biólogo marino, le encantaban los pinguinos y desde chico deseaba ir a la antartida a estudiarlos. Paro ahora su colega de turno le gritó desde la ventana de la base:
—¡Juan! Vení a ver esto. Hay algo extraño en el mar.
Se acercó al cristal con unos prismaticos y lo que vio lo dejó sin aliento. A menos de un kilómetro del puerto, una sombra enorme oscurecía la superficie. No era un iceberg, o un derrame de aceite que fue lo primero que pensó; la forma era demasiado irregular, demasiado orgánica. Parecía pulsar levemente bajo la luz de la luna.
—¿Qué carajo es eso? —murmuró.
En ese momento entró Lorena, la teniente guardiamarina. Una de las pocas mujeres en la base austral, joven , decidida y con un futuro prometedor en las fuerzas armadas. Juan siempre se había sentido atraído hacia ella, pero nunca había encontrado el momento o el valor para decírselo. Lorena se sabía atractiva y llevaba su rango con una confianza que él admiraba en silencio.
—Los sensores detectaron una masa grande hace media hora —dijo, acercándose a la ventana—. ¿Alguna idea de qué puede ser?
Juan tomó nuevamente los prismáticos y estudió la forma en la distancia. Su corazón comenzó a acelerarse, y no por la presencia de Lorena, sino por lo que creía estar viendo.
—Tengo que acercarme —dijo—. Esto podría ser... increíble.
—¿Acercarte? ¿En plena noche? ¿Estás loco?
—Lore, si es lo que creo estamos ante un gran suceso científico.
—Esperá Juan, nadie debería subir solo a un bote en la noche antártica. Te acompaño.
Él la miró con una mezcla de curiosidad y felicidad ante su preocupación. Después de un momento, asintió.
—Dale. Pero llevemos todo el equipo de seguridad, linternas, unas cuerdas y un traje de buzo.
—De ninguna manera voy a dejar que lleves un traje de buzo. Vamos. Le aviso al jefe de la base.
Veinte minutos después navegaban en el bote neumático, con chalecos salvavidas árticos, un reflector potente y el equipo de comunicaciones. Juan remaba con cuidado, sin encender el motor para no perturbar lo que fuera que estuvieran a punto de encontrar.
Conforme se acercaban, la verdadera magnitud de la criatura se hizo evidente. Una masa rojiza cubría una extensión considerable del mar, flotando prácticamente al nivel de la superficie. Tentáculos o brazos se extendían en todas direcciones como algo salido directamente del infierno, serpenteando en la corriente con una gracia espectral que parecía sacada de una pesadilla lovecraftiana.
Pero Juan, lejos de asustarse, gritó con júbilo:
—¡Si! ¡Es, lo que pensaba! ¡Lore, esto es un momento extraordinario! Es una Stygiomedusa gigantea... ¡una medusa fantasma gigante!
—¿Una qué?
—¡Es un descubrimiento increíble! —Juan no podía contener su emoción mientras seguía remando hacia la criatura—. Solo se han registrado poco más de cien avistamientos de esta especie desde 1899. Es prácticamente imposible encontrarlas, incluso con vehículos submarinos que exploran las mayores profundidades. Esta debe medir más de diez metros de longitud, quizás incluso más.
Lorena observaba la masa rojiza con una mezcla de fascinación y aprensión.
—¿Es peligrosa?
—No tiene tentáculos venenosos como otras medusas —explicó Juan, sacando su cámara submarina y comenzando a documentar el encuentro—. Esos brazos que ves son más como cintas, los usa para capturar presas. Meterse al agua sería mortal, pero por el frío, no por veneno. Es inofensiva.
Mientras hablaba, una historia que había escuchado años atrás en una conferencia de biología marina volvió a su mente. Un viejo investigador había mencionado una leyenda que circulaba entre algunos biólogos marinos: decían que en las profundidades existía un ser infernal al que incluso los calamares gigantes temían encontrarse. Un ser sin alma, rojo como la sangre pero sin sangre, con un cuerpo que flotaba como un fantasma. Los viejos pescadores agregaban un detalle curioso: hablaban de un pequeño pez blanco que nadaba alrededor de la criatura, a veces incluso entre sus propios tentáculos, como si fuera parte de la medusa misma. Según la leyenda, ese pez era el alma perdida de la criatura, y mientras estuviera cerca no había peligro, porque aún seguía siendo un ser de este mundo.
Juan había disfrutado como todos de esa historia en su momento. Ahora, contemplando la masa rojiza que se extendía ante ellos, no le parecía tan disparatada.
Encendió los reflectores y comenzó a filmar y fotografiar meticulosamente, mientras, para llenar el tiempo y dar conversación, le contaba la leyenda sobre el pez blanco a Lorena, que sonreía divertida. La iluminó con una linterna de mano: La medusa era aún más impresionante bajo la luz artificial, su campana translúcida, de más de un metro de diámetro, pulsaba suavemente, y sus cuatro brazos ondulaban como banderas espectrales en una brisa que no existía.
Fue entonces cuando la criatura comenzó a moverse.
Al principio fue apenas perceptible, un cambio sutil en la posición de los brazos. Pero luego, con una deliberación que heló la sangre de ambos jóvenes, la medusa gigante comenzó a desplazarse directamente, lentamente, hacia su pequeño bote.
El cambio en en ambos fue inmediato. La noche, que momentos antes había sido cristalina y hermosa, ahora se sentía opresiva. El frío antártico pareció intensificarse, calándoles hasta los huesos. La distancia hasta las luces acogedoras de la base, que hacía unos minutos parecía insignificante, ahora se antojaba inmensa e inalcanzable.
—Juan... —la voz de Lorena había perdido toda su confianza habitual.
La medusa los superaba por cuatro veces el tamaño de su bote. Sus brazos se extendían como tentáculos del mismísimo averno, y su campana rojiza brillaba con un resplandor siniestro bajo los reflectores. El agua alrededor de la criatura parecía más oscura, como si absorbiera la luz.
Juan intentó encender el motor. Tiró una vez, dos veces. Nada.
—¡Mierda! ¡No arranca!
—¿Qué hacemos? —Lorena había tomado el arpón de emergencia del bote, aunque ambos sabían que sería inútil contra algo de ese tamaño. Se suponía inofensivo. Pero no era lo que sentían en ese momento. El mar se tornaba fosforecente en su presencia, se movia de forma ominosa hacia ellos, y se veía inmenso en la soledad de la noche.
—La linterna LED, esa potente que trajimos —dijo Juan, tratando de mantener la voz firme—. Es un ser de los abismos, una luz tan intensa debería ahuyentarlo.
Lorena encendió el foco LED y lo dirigió directamente hacia la medusa. La luz era cegadora, casi azulada, convirtiendo la noche en un espectáculo surrealista de sombras danzantes y reflejos rojizos.
Juan comenzó a golpear el agua con el remo, creando ondas que se alejaban del bote en círculos concéntricos. No recordaba si las medusas escuchaban algún sonido. ¡Buen biólogo marino estaba hecho!
Bajo la intensa luz del LED, justo al lado de la masa rojiza que continuaba acercándose, algo brilló. Un destello plateado, pequeño pero inconfundible: un pez blanco que relucía cerca de la superficie, acercándose a la medusa.
Juan y Lorena observaron, hipnotizados, cómo el pequeño pez nadaba directamente hacia los brazos de la criatura gigante y desaparecía entre ellos.
La medusa se detuvo bruscamente.
Con un movimiento que contrastaba dramáticamente con su lentitud espectral anterior, la criatura agitó sus tentáculos con fuerza, el agua a su alrededor se convirtió en espuma. Luego, súbitamente comenzó a hundirse, alejándose hacia las profundidades de donde había emergido.
El silencio que siguió fue absoluto, roto solo por el sonido de las olas lamiendo el casco del bote.
—Parece que recuperó su alma —dijo Lorena, con la voz apenas audible.
Juan, que había estado conteniendo la respiración sin darse cuenta, exhaló profundamente.
—A mí me volvió el alma al cuerpo cuando se alejó.
Mientras revisaba las fotografías y videos que había logrado capturar antes del momento de terror, Juan no podía evitar sonreír. El material era extraordinario, científicamente invaluable. Sería una publicación que marcaría su carrera.
Tomó los remos y comenzó a dirigirse de vuelta hacia el muelle. Lorena lo observaba con una expresión diferente, una nueva admiración. Había mantenido la calma y la presencia de ánimo en un momento que parecía de peligro, y eso le revelaba un aspecto de él que no había visto antes.
El faro del muelle los recibía con su luz que alternaba entre blanco y rojo, como un ojo que guiñaba en la oscuridad. Las luces de la base brillaban cálidas a la distancia.
Juan miró a Lorena y notó esa nueva cercanía en sus ojos. El muelle estaba cerca. Quizás, pensó, esta noche terminaría aún mejor que una simple navegación bajo las estrellas antárticas.
Mientras, bajo el bote, oculta por la sombra del casco y protegida por la negrura de la noche, una masa de tentáculos rojizos se deslizaba silenciosamente, siguiéndolos, aproximándose con lentitud inexorable.
(Gracias Ana por la sugerencia y por hablarme de la medusa)
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