sábado, 6 de septiembre de 2025

Improvisación: Civilización: ¿Se Aceptan Devoluciones?

 


Pequeña obra de improvisación.

Personajes:

Horacio: Oficinista, tripulante veterano de velero, cansado de la rutina laboral.
Lucía: Administrativa, pragmática, con humor ácido y frases cortas.
Ramón: Náufrago, lleva 7 años en la isla, se volvió creativo y algo excéntrico.

Escena Única: Playa de la isla
Se escucha el sonido del mar. Dos figuras, Horacio y Lucía, desembarcan de una pequeña lancha inflable. Ven una señal de humo al fondo.

HORACIO: (jadeando) ¡Por fin! ¡Te dije que era una señal de socorro!
LUCÍA: (mirando la fogata con ceño fruncido) O una parrillada. Esperemos que no sea humana.
(Aparece Ramón, bronceado, con barba larga, una corona de hojas de palmera y un coco en la mano.)
RAMÓN: ¡Socorro! ¡Por fin! ¡Llévenme a casa, a la civilización! ¡Quiero volver a comer yogurt con cereales!
HORACIO: ¿Yogurt con cereales? ¿No se te ocurrió algo mas yanqui?.Te vinimos a rescatar, no me hagas arrepentirme. Subí a la lancha que te llevamos, tenemos nuestro velero cerca.
LUCÍA: Vinimos de vacaciones, navegamos un poco más lejos de las vías comerciales y cuando vimos tu fogata nos acercamos
RAMÓN: (suspira) Siete años esperando. Llegan justo hoy que tenía programada la siesta larga antes de las carreras de cangrejos. (toma un coco ahuecado con una carita pintada)
LUCÍA: (Señalando el coco) ¿Y ése es tu trago de bienvenida? ¿Coco con agua de mar?
RAMÓN: No, se llama Norberto. Confidente, psicólogo y árbitro de voley. Me mantuvo cuerdo… a su manera. Es mi televisor también. Hoy daban el documental  "Granos de arena cayendo". (Muestra el coco, tiene una pantalla de TV dibujada con carbón del otro lado.)
HORACIO: Pero… ¿cómo sobreviviste aquí?
RAMÓN: Pescado, cocos, y un delivery de gaviotas: tardan, pero llegan. Construí una hamaca, tengo un spa de barro y un club nocturno para cangrejos.
LUCÍA: Con razón no te ves tan desesperado.
HORACIO: Igual no te preocupes, mañana estás desayunando medialunas.
RAMÓN: (Sonríe, con cierta duda. Mira hacia su isla) Bueno… tampoco es que la paso tan mal. Pesco, duermo, me bronceo. Los cangrejos me hacen cosquillas a cambio de migas.
LUCÍA: Ahí viene: síndrome de Estocolmo, versión playera.
HORACIO: (Riendo) No le hagas caso. Vamos, levantamos campamento y...
RAMÓN: (interrumpe, preocupado) ¿Y qué me espera allá? Otra vez el trabajo, la rutina. Multas de tránsito, recibos de luz, suegra con WhatsApp. Acá tengo silencio… salvo por los mosquitos.
LUCÍA: (Seca) Silencio, hambre y malaria. Suena a spa cinco estrellas.
HORACIO: (Ríe, pero luego mira al horizonte) Igual… tiene un punto. Yo me levanto a las seis, viajo dos horas en colectivo, discuto con el jefe porque la impresora no tiene tóner… 
RAMÓN:¿Ves? La impresora es la primera cadena de la civilización. Eslabones de tinta.
LUCÍA: Ah, la típica crisis existencial tropical. Le pasa a todos los oficinistas cuarentones apenas ven el sol.
RAMÓN: (Entusiasmado, dirigiéndose a Horacio) ¿Querés quedarte? ¡Podemos hacer liga de fútbol! Tengo un coco ahuecado, solo me faltaban piernas extras.
HORACIO: ¿Y si nos quedamos? Total… ¿qué hay allá? Papeles, horarios, "mañana lo vemos". (con cara complice mirando al público) Tu madre...
LUCÍA: (Cortante) Y acá: insolación, diarrea y mosquitos que te fuman la sangre como habano. Muy tentador.
HORACIO: Lucía, pensalo: despertarte con el mar, desayunar aire salado, no fichar nunca más. ¡Sin transporte público!
LUCÍA: ¡Genial! Vienen para rescatarlo y los convence de no irse. Sacado del manual de marineros fracasados. Decime, ¿No tenés un mapa del tesoro también?
HORACIO: Lucía… ¿Y si me quedo un tiempito?, un par de semanas nomás, qué sé yo.
LUCÍA: Claro, porque el sindicato de cocoteros te ofrece jubilación temprana. ¡Dejáte de decir pavadas Horacio!
(Pausa dramática. Se miran. Ramón empieza a trazar líneas en la arena con un palo.)
RAMÓN: Mirá, acá armo la canchita. Norberto de pelota, vos de delantero.
LUCÍA: (Suspira, se cruza de brazos) Perfecto. Dos hombres adultos, uno con barba de 7 años y otro con crisis laboral, jugando al coco-fútbol. Yo voy a hacer lo lógico: volver y reportar que los encontré. Sin más detalles. Sino me internan a mi por loca.
(Lucía se aleja caminando hacia la lancha, mientras Horacio y Ramón terminan de dibujar líneas en la arena con palos)
RAMÓN: Vos delantero, yo arquero. El que pierda, lava los cangrejos y busca ramitas para el fuego.
HORACIO: (sonriendo emocionado) Trato hecho. Si me ve mi jefe ahora… capaz que renunciaría él.
LUCÍA: (gritando desde la lancha) ¡Y no olviden ponerse protector! La única autoridad que les queda es la del astro rey.
(Se oye el primer puntapié al coco. Un grito de gol. Baja el telón.)

jueves, 24 de julio de 2025

Día de alegrarnos con una sonrisa ajena

 


Febrero. Noche calurosa. Vacaciones en Uruguay. El mar, ahí nomás, con esa calma que sólo tiene cuando las playas se vacían.

Salimos a caminar por la rambla de Piriápolis, en busca de algo muy simple: un café. Pero parece que el balneario ya se fue a dormir. No hay mucho ruido, no hay boliches y tampoco cafés a mano. Desde Punta Fría hasta el centro, lo que hay son restaurantes cerrando, mozos que sacan las cartas de las veredas, sillas que se apilan. Claramente, esto no es la Argentina.

La caminata se vuelve parte del plan. Recorremos una galería de artesanos, pasamos frente al antiguo Hotel Argentino, que siempre impone con su elegancia detenida en el tiempo. Entramos al casino, lo recorrimos despacio y buscamos el café, pero a las nueve de la noche ya está cerrado. Manejamos otros horarios.

Salimos otra vez a la Rambla de los Argentinos, y seguimos bordeando la bahía con el ritmo tranquilo de quien pasea en vacaciones. El aire salado, el murmullo del agua rompiendo suave, las luces iluminando sin encandilar.

Recién cerca de la Avenida General Artigas encontramos un cafecito abierto, debajo de un complejo de edificios frente al mar. Nada pretencioso, aunque muestra un par de cafés diferentes en la carta. Mesas de madera y metal, sillas no tan incómodas, una vista del mar cruzando la calle y la rambla que resulta suficiente. Nos sentamos, pedimos dos cafés y nos quedamos ahí, en ese silencio cómodo que da el amor cuando no hace falta decir mucho.

Y entonces, atrás nuestro, se sientan dos mujeres. Una joven, la otra mayor. No quisimos escuchar, de verdad que no. Pero la charla entre ellas subía y bajaba de volumen como una ola: entusiasta, viva, imparable.

Era la nieta. Y era la abuela. Y hoy se habían reencontrado, al parecer, despues de cierto tiempo. Demasiado para ambas.

La nieta contaba lo feliz que estaba de tenerla ahí, hablaba de la universidad, de la vida viviendo sola, de los momentos pasados sin verla. Le brillaba la voz. La abuela, con una calma serena, le respondía con risas bajitas, de esas que hacen brillar el alma. No sabíamos sus nombres, ni hacía falta. Sólo sabíamos que ese encuentro había sido muy esperado.

Nos enteramos —sin querer, o queriendo un poco— que la abuela vivía en otro departamento de Uruguay, y que esta visita era un pequeño milagro logístico. Y que en las vacaciones de invierno la nieta pensaba ir a verla. Y que se extrañaban mucho. Que no se veían tanto como quisieran, y que se estaban regalando esa noche como si el tiempo no fuera tirano, y nos llevara en alas de apuros y desencuentros.

Tambien nosotros conversamos, sintiendo y dejandonos contagiar de la alegría que escuchabamos a nuestras espaldas, las risas eran un contrapunto de felicidad que era una sola.

Terminamos el café con una sensación deliciosa en la garganta y una sonrisa en la boca. Pagamos, nos levantamos despacio y retomamos el camino de vuelta al hotel.

Las dejamos ahí, charlando todavía, felices, con una luz que no venía de las luces del local sino de ellas. Una alegría que se nos pegó sin permiso y que nos acompañó hasta el hotel, como si hubiéramos presenciado algo mágico.

Y sí. A veces, sin que lo busquemos, una sonrisa ajena puede alegrarnos el momento, y acompañarnos en un recuerdo para siempre.


lunes, 14 de julio de 2025

Ventanas que son puertas

 


Era el año 2012 en Buenos Aires, cuando los pesos todavía significaban algo y las ventanas de los restaurantes de Puerto Madero eran como pantallas de televisión para los que caminaban por la vereda frente al rio.
Cada noche, después de las ocho, cuando las luces amarillas se encendían detrás de los cristales empañados, el pibe aparecía. Siempre el mismo horario, siempre el mismo ritual. Se plantaba frente al Puerto Cristal —ese restaurante donde los ejecutivos celebraban sus ascensos con vinos que costaban más que un alquiler— y se quedaba ahí, quieto como un semáforo.
No mendigaba. Eso lo habría hecho vulgar, previsible. Simplemente miraba. Miraba como quien ve una película que nunca va a poder ver: los mozos de corbata deslizándose entre las mesas, los platos que llegaban humeantes, las copas que se alzaban en brindis que él imaginaba como grandes logros: Tener una nueva casa, tener un sandwich, estudiar.
La mochila Jansport azul —regalo de algún familiar en épocas mejores— se le escurría del hombro derecho. Llevaba libros de la escuela, se notaba que trataba de seguir estudiando. Pero lel llamaba la atención lo que veía como el propio paraíso, desde la ventana del restaurante. Mientras miraba, el estómago le hacía ruidos que se mezclaban con el murmullo del viento sobre el rio.
Una noche de verano en ese febrero, el cocinero salió a tomar un poco de aire escapando de una cocina que era sucursal del propio infierno. No era el chef —ese señor importante que aparecía en las revistas—, sino Raúl, el que trabajaba en la parrilla desde las cinco de la tarde hasta que el último cliente se fuera con su taxi.
Raúl tenía cuarenta y pico, manos dañadas por años de aceite hirviendo, y esa mirada que tienen los que vivieron mucho. Cosas buenas y malas. Había llegado de Tucumán en el '85, cuando Buenos Aires todavía prometía cosas.
—¿Tenés hambre, pibe?
La pregunta se colgó en el aire como el humo del cigarrillo que fumaba a un costado de la puerta. El chico levantó la vista. Tenía ojos grandes, mas grandes en su cara flaca, y por un segundo Raúl se vio a sí mismo treinta años atrás, parado en otra vereda, aún con sueños por cumplir. El chico estaba mudo, y lo miraba.
—¿Querés aprender a cocinar?
El pibe no dijo que sí. Tampoco dijo que no. Pero sonrió y siguió a Raúl hasta la cocina, donde el vapor de las ollas creaba una niebla que parecían las nubes de un cielo apenas vislumbrado.
Le dio un delantal gastado, de esos que ya no son blancos de tantas manchas, pero chiquito, ajustado para él. Quien sabe de donde los sacó y para qué lo tenían. Luego Raúl se puso nuevamente su propio delantal, que se había sacado para ir a fumar a la puerta. Un delantal que había conocido miles de salpicaduras, que había sido testigo de cenas perfectas y desastres culinarios.
Raúl por supuesto no le pagaba. Le enseñaba. Una diferencia mas que interesante. Y de lo que cocinaban juntos, siempre una parte era para él, para cenar. Y otra para llevar.
Día tras día, el pibe —que se llamaba Emiliano pero todos le decían Emi— aprendió que la cebolla se pica despacio, que el huevo se bate con paciencia, la cocina requiere dedicación y mucha atención y bastante amor.
En la cocina del restaurante, entre el vapor y el aceite, Emiliano se fue convirtiendo en otra persona. Aprendió a ser útil, aprendió a trabajar, a creer. Pronto lo contrataron como 'pinche de cocina', apenas tuvo edad suficiente. Para ese momento, ya era un cocinero en todo derecho.
Pasaron los años. Buenos Aires cambió de moneda, de presidente, de esperanzas. Pero Puerto Cristal siguió pegado al rio, y Emiliano también siguió ahí. Fue mozo, atendió en la caja, hizo limpieza, estaba adonde hacía falta una vez que terminó la escuela. Pero siempre lo que más le gustaba era trabajar en la cocina
Hoy, en 2025, tiene veinticuatro años y es el chef principal. Sus manos son firmes cuando corta finito, sus ojos ya no se agrandan cuando ve comida, ni lloran al picar cebollas. Pero todos los jueves, sin falta, prepara un plato especial.
"Degustación de la ventana", dice el menú. Es un guiso simple, con los ingredientes que más comía de chico: papas, cebolla, un poco de carne cuando había suerte.
Y cada vez que alguien lo elige, Emiliano sonríe de esa manera que tienen los que saben reconocer a otro que tambien la pasó mal.
—Ese plato tiene algo que ningún otro lleva —le dice a quien quiera escuchar—: hambre de cambiar la vida.
Porque en Buenos Aires, en cualquier año, las ventanas todavía pueden ser puertas a un sueño de progresar.








martes, 8 de julio de 2025

Día de estallar cerebros

 


—Hoy me subí al subte y, apenas arranca, se sube un tipo a rapear.

—Ufff… ¿uno de esos que improvisa con lo que le dicen?

—¡Sí! Ya me puse tenso. Me molestan un montón.

—¿Y qué hiciste?

—Le clavé la mirada con todo mi desprecio, me acomodé los auriculares como

diciendo "ni se te ocurra". Pero no... se me acerca directo y me dice:

—“A ver, el señor de anteojos con cara de pocos amigos… ¡tíreme una palabra!”

—¡JAJA! ¿Y qué le dijiste?

—Lo miré fijo, sin sonreír... y le dije: “Desoxirribonucleico”.

—...

—Balbuceó un par de sílabas... y se bajó en la siguiente estación.

—¡Le dió un ACV con una palabra!

—Literalmente. Yo no rapeo... pero tengo munición científica.



lunes, 7 de julio de 2025

Ahora que estás

 


A veces me pasa que te miro y no puedo evitar pensar que estuviste ahí todo el tiempo. Incluso cuando no estabas.

No en presencia, quizás. Pero en esas cosas pequeñas que uno no se da cuenta hasta que se detiene: una palabra que repetís, una forma de mirar, una canción que aparece sin buscarla y me lleva derecho a vos.

No sé si fue el tiempo o la distancia. O tal vez fui yo. Pero algo cambió.

Y sin embargo, cuando volviste, todo tenía tu forma. Tu voz era la misma, pero traía algo nuevo. Como si el camino te hubiera pulido, como si hubieras vuelto siendo más vos.

Estás. Y ahora lo sé con una claridad que antes no tenía.

Porque sí, siempre me dejaste algo. No como esos amores que hacen mucho ruido. Lo tuyo fue distinto: Fuiste una palabra en común en mitad de una charla, risa que se me escapó sin saber por qué, una idea que encendiste sin darte cuenta. Dejaste en mi cosas que no sabés.

Te hiciste parte de mis días. En la forma en que miro el cielo, en lo que leo, en el gesto automático de pensar en preparar dos cafés aunque esté solo.

Sos también la que empujó cambios. Lo que me hizo querer estar mejor. Por vos, o por mí con vos.  

Porque no es que te fuiste. Es que hiciste tu viaje, y yo el mío. Y en algún punto, sin hacer ruido, sin promesas ni fuegos artificiales, volvimos a encontrarnos.

Sos ese lugar al que se vuelve sin preguntarse por qué. Esa presencia que no empuja, pero sostiene.

No hicimos todo juntos, pero sí hicimos algo que pocos logran: resistimos. Y regresamos. Volvimos...

Y ahora que estás, ya no pienso en lo que faltó. Pienso en lo que queda.

Y queda tanto.







jueves, 19 de junio de 2025

Día de descubrir un castillo siniestro

 


Ayer a última hora estaba leyendo sobre una leyenda de terror, aunque al continuar descubrí que era real, así que decidí investigar un poco y escribir sobre esto y hoy ya con las imágenes correspondientes los invito a conocer una historia, porque hoy es dia de... ¡descubrir un castillo siniestro!:

Hay lugares donde uno no debería caminar ni de día. No porque pase algo, sino porque pasó algo. Porque lo que pasó dejó una huella, una marca en el aire, en la tierra, en los huesos. Uno de esos lugares queda al norte de Bohemia —lo que hoy sería la República Checa— y tiene un nombre que parece inventado para una novela gótica: Houska.

El castillo de Houska no está donde debería estar. No protege nada, no defiende ninguna frontera ni ningún paso comercial, no corona una colina de forma estratégica ni le sirve a un rey para mirar desde lo alto una ciudad o un reino, sintiéndose importante. No. Está en el medio del bosque. En la nada misma. Como si alguien lo hubiera puesto ahí con la única intención de... tapar algo. 

Y, bueno, parece que eso es exactamente lo que hicieron.

Antes de que hubiese siquiera cimientos, ya el lugar tenía mala fama. No por leyendas de viejas, sino por hechos. Los pastores evitaban pastar por ahí. Los animales, decían, desaparecían. Había una grieta. Un agujero que grita. No una cueva ni un pozo: una grieta en la tierra, como si la corteza hubiese cedido y se abriera a otro mundo. Y de ahí salían cosas, no visibles, pero se oían: voces que no hablaban en lenguas humanas, el batir de alas grandes, pesadas, como de criaturas que no tenían por qué estar acá. Arrojaban piedras y no se oía el golpe en el fondo. Como si el mundo tuviera en ese lugar una herida que nunca terminó de cerrar.

Los lugareños le pusieron un nombre sin eufemismos: “el agujero del infierno”. Y todos sabían que, al caer el sol, había que evitar esa zona. Porque lo que estaba abajo... salía. A veces.

Allá por 1253, el rey Ottokar II de Bohemia decidió intervenir pero no como uno esperaría: No lo tapó con tierra, no lo selló con cemento y piedras. No. Mandó a levantar un castillo directamente encima. Y lo primero que construyó fue una capilla justo sobre el agujero. Como si la única forma de contener lo que sea que vivía ahí abajo fuera aplacarlo con rezos. Lo más curioso es cómo se construyó. Las defensas no apuntaban hacia afuera, sino hacia adentro. Construyó ventanas falsas, escaleras que no llevaban a ningún lado, puertas tapiadas, torres que terminaban abruptamente. Como si más que un castillo fuera una tapa, una protección... y una trampa.

Durante siglos hubo quienes vivieron ahí, vivieron para rezar. Monjes, ermitaños, tipos de fe inquebrantable... al menos al principio. Porque algunos se fueron quebrando. Otros desaparecieron... y hay documentos de esto. En uno de ellos del siglo XIV se cuenta un experimento. Un prisionero, condenado a muerte aceptó bajar al agujero a cambio de su libertad, bajó colgado de una cuerda. Duró menos de cinco minutos: Cuando lo izaron, había encanecido. Murió a los tres días, murmurando incoherencias sobre “los que esperan abajo”.

Pasaron los siglos. El castillo fue quedando como esas cosas que están ahí pero que nadie quiere tocar. Hasta que llegaron los nazis. Lo ocuparon en plena Segunda Guerra Mundial pero no por razones militares obviamente: vinieron buscando “energías especiales”. Nadie sabe exactamente qué hicieron ahí adentro, pero los lugareños hablaban de luces extrañas en el cielo y en las vantanas, en las oscuras noches, cuantan de símbolos tallados, de rituales. Cuando los aliados llegaron, el lugar estaba vacío pero intacto. Y lo que dejaron los alemanes... no lo comentaron. O no lo supieron explicar.

Pero vamos al presente (porque el castillo sigue ahí): Hoy Houska se puede visitar. Podés ir, sacar una entrada, hacer la recorrida guiada. Pero no todos se animan y lo hacen, y de los que lo hacen no siempre completan el recorrido: Algunos turistas se desmayan. Otros sienten frío en pleno verano. Hay quienes dicen haber oído pasos donde no había nadie. Y la capilla, claro, sigue ahí. Justo encima del agujero. Abierto.

Se han hecho excavaciones. Aparecieron huesos humanos extraños, deformados. Algunos trabajadores juraron haber visto sombras moverse por los pasillos aunque no hubiera luz que proyectarlas.

Podés pensar que todo esto es mito, superstición medieval con un toque de horror muy turístico. Pero hay preguntas que no tienen respuesta fácil. ¿Por qué un castillo sin función militar? ¿Por qué diseñar trampas interiores? ¿Por qué, después de ocho siglos, sigue habiendo gente que no se anima a pasar por ahí de noche? Ni hablar de quedarse a dormir.

Y una pregunta más importante aún: ¿qué sucedería si, después de tantos siglos de contención, alguien decidiera levantar esa tapa, si no estuviera la capilla, el castillo mismo?

En los bosques silenciosos del norte de Bohemia, el Castillo de Houska sigue montando guardia sobre su secreto enterrado. Y bajo sus cimientos, en la oscuridad que no conoce el tiempo, algo que no debería existir continúa esperando pacientemente el momento de su liberación.