Ayer a última hora estaba leyendo sobre una leyenda de terror, aunque al continuar descubrí que era real, así que decidí investigar un poco y escribir sobre esto y hoy ya con las imágenes correspondientes los invito a conocer una historia, porque hoy es dia de... ¡descubrir un castillo siniestro!:
Hay lugares donde uno no debería caminar ni de día. No porque pase algo, sino porque pasó algo. Porque lo que pasó dejó una huella, una marca en el aire, en la tierra, en los huesos. Uno de esos lugares queda al norte de Bohemia —lo que hoy sería la República Checa— y tiene un nombre que parece inventado para una novela gótica: Houska.
El castillo de Houska no está donde debería estar. No protege nada, no defiende ninguna frontera ni ningún paso comercial, no corona una colina de forma estratégica ni le sirve a un rey para mirar desde lo alto una ciudad o un reino, sintiéndose importante. No. Está en el medio del bosque. En la nada misma. Como si alguien lo hubiera puesto ahí con la única intención de... tapar algo.
Y, bueno, parece que eso es exactamente lo que hicieron.
Antes de que hubiese siquiera cimientos, ya el lugar tenía mala fama. No por leyendas de viejas, sino por hechos. Los pastores evitaban pastar por ahí. Los animales, decían, desaparecían. Había una grieta. Un agujero que grita. No una cueva ni un pozo: una grieta en la tierra, como si la corteza hubiese cedido y se abriera a otro mundo. Y de ahí salían cosas, no visibles, pero se oían: voces que no hablaban en lenguas humanas, el batir de alas grandes, pesadas, como de criaturas que no tenían por qué estar acá. Arrojaban piedras y no se oía el golpe en el fondo. Como si el mundo tuviera en ese lugar una herida que nunca terminó de cerrar.
Los lugareños le pusieron un nombre sin eufemismos: “el agujero del infierno”. Y todos sabían que, al caer el sol, había que evitar esa zona. Porque lo que estaba abajo... salía. A veces.
Allá por 1253, el rey Ottokar II de Bohemia decidió intervenir pero no como uno esperaría: No lo tapó con tierra, no lo selló con cemento y piedras. No. Mandó a levantar un castillo directamente encima. Y lo primero que construyó fue una capilla justo sobre el agujero. Como si la única forma de contener lo que sea que vivía ahí abajo fuera aplacarlo con rezos. Lo más curioso es cómo se construyó. Las defensas no apuntaban hacia afuera, sino hacia adentro. Construyó ventanas falsas, escaleras que no llevaban a ningún lado, puertas tapiadas, torres que terminaban abruptamente. Como si más que un castillo fuera una tapa, una protección... y una trampa.
Durante siglos hubo quienes vivieron ahí, vivieron para rezar. Monjes, ermitaños, tipos de fe inquebrantable... al menos al principio. Porque algunos se fueron quebrando. Otros desaparecieron... y hay documentos de esto. En uno de ellos del siglo XIV se cuenta un experimento. Un prisionero, condenado a muerte aceptó bajar al agujero a cambio de su libertad, bajó colgado de una cuerda. Duró menos de cinco minutos: Cuando lo izaron, había encanecido. Murió a los tres días, murmurando incoherencias sobre “los que esperan abajo”.
Pasaron los siglos. El castillo fue quedando como esas cosas que están ahí pero que nadie quiere tocar. Hasta que llegaron los nazis. Lo ocuparon en plena Segunda Guerra Mundial pero no por razones militares obviamente: vinieron buscando “energías especiales”. Nadie sabe exactamente qué hicieron ahí adentro, pero los lugareños hablaban de luces extrañas en el cielo y en las vantanas, en las oscuras noches, cuantan de símbolos tallados, de rituales. Cuando los aliados llegaron, el lugar estaba vacío pero intacto. Y lo que dejaron los alemanes... no lo comentaron. O no lo supieron explicar.
Pero vamos al presente (porque el castillo sigue ahí): Hoy Houska se puede visitar. Podés ir, sacar una entrada, hacer la recorrida guiada. Pero no todos se animan y lo hacen, y de los que lo hacen no siempre completan el recorrido: Algunos turistas se desmayan. Otros sienten frío en pleno verano. Hay quienes dicen haber oído pasos donde no había nadie. Y la capilla, claro, sigue ahí. Justo encima del agujero. Abierto.
Se han hecho excavaciones. Aparecieron huesos humanos extraños, deformados. Algunos trabajadores juraron haber visto sombras moverse por los pasillos aunque no hubiera luz que proyectarlas.
Podés pensar que todo esto es mito, superstición medieval con un toque de horror muy turístico. Pero hay preguntas que no tienen respuesta fácil. ¿Por qué un castillo sin función militar? ¿Por qué diseñar trampas interiores? ¿Por qué, después de ocho siglos, sigue habiendo gente que no se anima a pasar por ahí de noche? Ni hablar de quedarse a dormir.
Y una pregunta más importante aún: ¿qué sucedería si, después de tantos siglos de contención, alguien decidiera levantar esa tapa, si no estuviera la capilla, el castillo mismo?
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