Hoy vi la imagen de un árbol dibujado en un cuento para
niños, y me acordé del verde claro. Si, el color, el del lápiz verde claro que
usaba siempre para los árboles por ahí porque no me gustaban los árboles
oscuros, fantasmales y serios, sino que me gustaban verdes, brillantes, con
copa con onditas y redondos por más que —para mi capacidad para el dibujo—
hacer un simple pino ya era un acto frustrado desde antes de comenzar. Era
intentar hacer una pintura realista con el chip de caricaturista puesto: unos
palitos y unas curvas esquemáticas trataban de representar la realidad de un
árbol que se hacía inmarcesible para mi habilidad a esa edad... o nunca, o
siempre, como prefieran verlo. Pero con marrón oscuro y el verde claro, un
verde manzana verde, un color de luz y brillo como no había otro en la caja de
lápices. Porque el amarillo no se veía sobre el papel blanco y el sol era una
sombra apenas en el cielo que obligaba darle bordes negros para que se notara
acaso que ahí había algo. A veces al lado del árbol la casita con techo alpino,
rojo; o acaso otra cosa, pero siempre tenía que estar el árbol, con su copa
verde manzana claro. Capaz más adelante le llegué a dibujar ramas, capaz con el
tiempo se acabó la luz y cambié el color, capaz dejé de usar lápices y me atrajeron
las fibras hasta que dejé de dibujar y ese mundo mágico de colores quedó
abandonado. Cómo un tiempo de una niñez que ya pasó. Pero olvidado, no.
¿Quién tiene lápices? Dibujemos...
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