Caminaba paseando sin rumbo una tarde de sábado cuando vi en una vidriera de la vereda opuesta luces en un árbol de navidad que se encendían y se apagaban con una melodía invisible. Luces blancas en un árbol verde. Nada sorprendente, excepto que estabamos en agosto.
Miré la vidriera: una peluquería de barrio de una calle lateral, paralela a una avenida importante. Las grandes letras del nombre no se podían leer por lo gastadas, la puerta estaba despintada, la peluquería rezumaba otros años, otros tiempos... Tiempos mejores.
Me palpé el bolsillo: no me quedaban chicles, enfrente, en la esquina había un quiosco. Crucé la calle y al rubicundo y enorme ser sonriente que me atendió le pedí de mentol. Mirando al costado, no pude evitar la pregunta:
— No soy del barrio ¿La peluquería está abierta?
— Sí, claro. Don Mario está siempre abierto, llueva o truene.
— Venía caminando por la vereda de enfrente y antes de cruzarme al quiosco vi la peluquería y me pareció cerrada, o abandonada. Tiene las luces apagadas, hasta el letrero.
— No, seguro Don Mario está adentro. Tiene pocos clientes.
— Me llamó la atención que estuviera encendido el árbol de navidad.
— Si, está encendido día y noche, no lo apaga nunca. Un tema triste, creo que a Don Mario le trae recuerdos.
— ¿Recuerdos?
— Hace dos años, apenas comenzado diciembre, la peluquería era distinta. Si bien siempre fue un negocio de barrio, de viejo, el cartel de peluquería giraba en la puerta con sus tres colores, la vidriera tenía cremas de afeitar y un cartel con los precios. Don Mario es un gran peluquero y tenía muchos clientes por eso la esposa y su hijito pasaban bastante tiempo ahí, para estar más tiempo juntos. Todavía recuerdo a la señora: una belleza rubia, alta. Pasaba siempre camino a la casa y le compraba un chocolate al nene. El hijito tendría 5 años. Empezaba a ir al jardín, sabía el abecedario.
— ¿Y qué pasó?
— Ya te digo, empezaba diciembre y armaron el arbolito. El chico quiso solamente poner luces blancas según me contó la mamá y le gustaba cuando encendían y apagaban a diferentes ritmos. Lo adornaron con unas pocas guirnaldas, un árbol medio pelado pero la sonrisa de ellos era el mejor adorno. Aún no había llegado Navidad cuando ocurrió el accidente.
— ¿Un accidente…?
— De auto, no sé donde fue que iban o volvían la mamá y el nene y se les cruzó una camioneta. El autito donde iban ellos se aplastó, los sacaron muertos a los dos. Desde entonces Don Mario estuvo como ido, se abandonó. La gente fue dejando de ir más que nada por su aspecto, cuando entraban lo encontraban en la silla adonde solía sentarse ella mirando al árbol, a las luces. Respondía, atendía, pero era como si no estuviera, siempre murmurando en silencio.
— Pobre hombre, le arruinaron la vida.
— Sí, son cosas que pasan.
— Gracias.
— A vos.
Me quedé un momento frente al quiosco, pensando en la triste historia que acababa de escuchar. La imagen de Don Mario, solo en su peluquería con el árbol de Navidad encendido no dejaba de dar vueltas en mi cabeza. Sentí una mezcla de compasión y curiosidad, y saliendo del quiosco retrocedí unos pasos: Pasé disimuladamente frente a la vidriera; el hombre que ahora tenía nombre (Don Mario) estaba sentado en una silla de madera al costado del mostrador, casi de costado a la silla de peluquero y de frente al árbol de la vidriera, de frente a mí. Miraba las luces que se encendían y apagaban en un ritmo inconexo y murmuraba como si deletreara, los ojos vacíos, la mirada perdida sin ver afuera.
Apuré el paso, y sin mirar el tráfico crucé la calle a la seguridad de la otra vereda: Las luces se encendían y apagaban titilando palabras, pero al pasar había alcanzado a ver el pie del árbol y el enchufe colgaba entre las ramas, desenchufado.