En la noche sin luna, tras un llamado mortal,
La anciana se fue, dejando un legado oscuro,
Una piedra en la cocina, secreto ancestral,
Atrae a la joven hacia un destino fatal.
El viento aullaba con furia a través de las desvencijadas ventanas de un departamento de un barrio bajo en las afueras de Londres. Elena terminaba de tomar un baño después de llegar de su aburrida oficina. El mensaje de whatsapp sonó con un tono agudo y breve: Su abuela. Un mensaje con una sola palabra: Ven.
Elena descendió del autobús con una maleta en la mano y el corazón pesado. La estación de Blackmoor, apenas más que un mojón en la ruta, se alzaba solitaria bajo el cielo plomizo. El conductor cerró las puertas con un siseo y el vehículo se alejó, dejándola sola en la penumbra del atardecer.
El pueblo se extendía ante ella como una mancha gris e indefinida. Casas victorianas, antaño elegantes, ahora se inclinaban unas sobre otras como ancianos cansados. Las calles empedradas y húmedas por la persistente llovizna, reflejaban la escasa luz de farolas oxidadas.
No deseaba ir a verla. Había intentado llamar de inmediato a su abuela, pero no respondió ni audios, ni llamados, ni mensajes. En cierta forma lo esperaba: después de la muerte de sus padres el año pasado había intentado acercarse a ella y la había visitado algunas veces, pero su carácter hostil y taciturno pronto había frustrado sus esfuerzos y su interés. Más de una vez al visitarla se había sorprendido pensando “vieja loca” sobre algunos de los comentarios de la anciana. Pero esperaba que estuviera bien, aunque las circunstancias no ayudaban a darle tranquilidad: después del llamado escueto que había recibido los mensajes posteriores habían quedado sin respuesta, sin ser leídos. Peor que eso, sus mensajes no habían llegado al teléfono de la abuela como si estuviera apagado o sin señal.
Elena ajustó el cuello de su abrigo y comenzó a caminar, sus pasos resonando en el silencio plomizo del pueblo. A medida que avanzaba notó que las pocas personas en la calle evitaban su mirada. Un anciano que barría la acera frente a una tienda de antigüedades detuvo su tarea al verla, sus ojos siguiéndola con una mezcla de curiosidad y recelo.
El aire mismo parecía cargado de secretos, denso con el peso de historias no contadas. Elena sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío. Recordó las pocas veces que había visitado a su abuela en los últimos años, de cómo siempre había sentido una urgencia inexplicable por marcharse lo antes posible.
A medida que se acercaba a la colina donde se alzaba la casa de su abuela, las casas se espaciaban más, dando paso a jardines ahora más descuidados y cercas rotas. El viento parecía susurrar palabras en un idioma olvidado entre los árboles desnudos.
Finalmente, la casa de su abuela apareció ante ella. La estructura victoriana se recortaba contra el cielo cada vez más oscuro. Elena se detuvo un momento al pie de la colina, una sensación de aprensión creciendo en su pecho al ver que no había luz entre las ventanas entreabiertas. Con un suspiro, Elena comenzó a subir el sendero que llevaba a la entrada. Al llegar a la puerta, sacó la llave de su bolsillo. El metal estaba frío al tacto.
Elena insertó la llave en la cerradura siempre oxidada y, tras un chasquido, la llave giró. La puerta se abrió con un chirrido ominoso, como si la casa misma protestara por la intrusión.
El interior de la casa estaba sumido en una penumbra opresiva, que desapareció apenas pulsó el interruptor. La luz de tubos fluorescentes se extendió con una claridad perfecta y fría por la gran cocina antigua, en la que destacaba una pesada mesa de roble marcada por los años, y el pequeño televisor led en el que la anciana veía las noticias. Elena llamó a gritos a su abuela, sin respuesta, y comenzó la tarea de revisar las habitaciones de la casa, sin embargo, a medida que abría puertas un patrón inquietante emergió: todos los cuartos estaban vacíos. Difícil que, con ese clima y a esa hora, su abuela hubiera salido. Tomó su celular y habló con dos vecinos cercanos, aunque la casa estaba bastante alejada, pero pronto le confirmaron que no se encontraba con ellos. Al tiempo que los llamaba, miró a su alrededor con más cuidado y vio que faltaban los cuadros y las fotos sobre los muebles, como si alguien hubiera borrado meticulosamente toda evidencia de la vida de la anciana.
Frustrada y desconcertada, Elena se sentó en el suelo de la espaciosa cocina —algo que hacía desde niña cuando estaba alterada—, apoyando la espalda contra una puerta baja de la que nunca se había preocupado antes. La puerta de la leñera. Fue entonces cuando sintió algo duro presionando contra su columna. Al girarse, vio una piedra peculiar trabando la puerta sin picaporte.
Con curiosidad, Elena tomó la piedra en sus manos. La piedra, de un peso desconcertante, irradiaba un calor que desafiaba toda lógica. Su superficie pulida estaba cubierta de relieves extraños como glifos que parecían cambiar y retorcerse ante sus ojos. Con asombro y golpeándola con un anillo se percató que la piedra era en realidad de metal y comprendió que sostenía un aerolito, un fragmento de estrellas.
Elena se agachó a la altura de la puerta y con la piedra en su mano la abrió. Un hedor a humedad ascendió de unos viejos troncos, haciéndola retroceder. Moho, putrefacción. Esos troncos tenían muchos años humedeciéndose allí al costado, cubiertos por telarañas, pegados a una pared con humedad pintada de oscuro, más oscura porque obviamente no había luz en la pequeña habitación. Encendió la linterna de su celular y regresó a revisar.
No había nada entre los troncos, mas allá de algunos insectos. Recordaba cuando de niña venía a ver a su abuela y jugaba con bichos de la humedad en el jardín. Eso la hizo recordar también como una vez en la cocina había descubierto esa pequeña puerta y había intentado abrirla. Su abuela la había reprendido y se había ido a jugar afuera, con los insectos… y así se completó el recuerdo.
Le llamó la atención que, así como la leña estaba sobre una pared descascarada, la pared del fondo de la pequeña leñera no tenía ninguna mancha de humedad, al contrario, estaba en perfecto estado. Observándola en silencio fue que escuchó un zumbido bajo que parecía resonar en sus huesos. Bajo la vista y al iluminar con cuidado descubrió una parte del piso que parecía diferente. Con el tacto encontró una rendija mínima, siguiéndola encontró una traba. Levantó la traba y así pudo levantar una disimulada escotilla en el suelo, de la que descendía una escalera estrecha. El corazón de Elena latía con fuerza en su pecho, mientras un sudor frío empapaba su frente. Cada fibra de su ser gritaba que huyera, que cerrara esa puerta y nunca volviera. Sin embargo, una curiosidad morbosa, casi sobrenatural, la empujaba hacia las profundidades de aquel abismo. Elena no dudó: Miró la carga del celular —suficiente 72%— y con la luz de la linterna del smarphone encendida en una mano y el aerolito como pesada arma en la otra, se adentró en la oscuridad.
Lo que encontró en ese sótano oculto desafió toda su comprensión. Antiguos tomos encuadernados en piel fina y suave cubrían las paredes. En el centro de la habitación, una mesa grande sostenía entre otras cosas una piedra negra —como la que tenía ahora en su mano—, manchada con sustancias que Elena prefirió no identificar. Y también sobre la mesa, un tomo enorme —la palabra grimorio pasó rauda por su mente— se revelaba abierto mostrando ilustraciones de entidades, de tamaño inconcebible, que parecían devorar galaxias enteras con fauces que eran a la vez vacíos y plenitudes. Y en los márgenes, símbolos y ecuaciones pulsaban con un conocimiento tan vasto y ajeno que amenazaba con desgarrar la fina tela de la realidad que Elena había conocido toda su vida.
La piedra de la mesa brilló de pronto, una luz oscura que se extendió como una llama de claridad negra en la habitación y que reverberó en la superficie bruñida de la piedra que tenía en su mano, iluminándola y llevándola a un nuevo nivel de conciencia. Elena comprendió con horror que su abuela había sido mucho más que una anciana solitaria. Había sido la guardiana de secretos cósmicos, la última línea de defensa contra horrores innombrables que acechaban más allá de las estrellas.
Regresó, con un nuevo conocimiento.
Mientras leía las páginas del grimorio Elena sintió que su mente se expandía dolorosamente, abriéndose a verdades que ningún ser humano debería conocer. Sus ojos recorrían las páginas con avidez enfermiza, incapaces de detenerse a pesar del dolor punzante que se extendía desde sus sienes. Un sabor metálico inundó su boca, su piel se erizó y un sudor frío empapó su espalda, pero Elena apenas lo notó mientras fragmentos de conocimiento cósmico se grababan a fuego en su consciencia, transformándola irrevocablemente. El zumbido en sus oídos se intensificó, y las paredes del sótano parecieron palpitar con vida propia.
Supo que su abuela había desaparecido, y que era venerada por entes que no lograba comprender, y era olvidada por el planeta en que la había albergado y al que una vez más había logrado defender con una victoria para ella misma pírrica.
En ese momento, Elena comprendió que había heredado mucho más que una casa vacía en recuerdos. Había heredado un legado de oscuridad, un deber ancestral de mantener a raya las fuerzas del caos. Y mientras en la pulida superficie del aerolito comenzaban a brillar oscuros símbolos con una luz enfermiza, supo que su vida nunca volvería a ser la misma.
Elena, con manos temblorosas, cerró el grimorio. El peso del conocimiento recién adquirido amenazaba con aplastar su cordura. Mientras subía las escaleras, cada paso la alejaba más de la inocente joven que había llegado a la antigua mansión. El aerolito en su mano palpitaba al ritmo de un corazón alien, un recordatorio constante de que ahora era parte de algo mucho más grande y terrible que ella misma. En las sombras de la casa creyó escuchar el eco de la risa cascada de su abuela dándole la bienvenida a una herencia de pesadilla eterna.
Porque en Blackmoor, los secretos nunca mueren. Solo esperan, pacientes, a que una nueva guardiana tome su lugar en la eterna vigilia contra lo innombrable.
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