Komorebi (木漏れ日) es una hermosa palabra japonesa que se refiere a la luz del sol que se filtra a través de las hojas de los árboles. Captura esa sensación mágica y serena que a menudo se experimenta al estar en un bosque o bajo la sombra de los árboles. Es algo que en particular a mi me encanta y me da paz, acaso me encanta porque me dá paz.
Fui caminando al parque al atardecer. Era tarde para leer, pero aún había tiempo para respirar y escapar del eterno encierro del home office. El sol comenzaba a ocultarse, danzando en un juego de sombras y destellos entre los árboles. Me senté en un cálido banco de madera, sintiendo cómo la brisa suave anticipaba la noche, mientras los ecos de risas de los juegos infantiles flotaban en el aire como notas de una melodía que ya no resonaba en mi pecho.
Recordé aquel atardecer, años atrás, sentado en el antepecho de la ventana de la librería frente al colegio, en la esquina de la plaza. Allí nos encontrábamos mientras los compañeros rendían las últimas materias, cuando de pronto no quedaban más días en la semana y supimos que era el último día de colegio. Esos días se iban para siempre, llevándose consigo la risa despreocupada de la niñez. Las flores perfumadas del inicio del verano, como alegoría del fin de la primavera, impregnaban el aire con aroma a jazmines, así como nuestros días por venir estaban impregnados de promesas; y el futuro brillaba ante nosotros como el propio sol que se dejaba ver entre las copas de los árboles, iluminado por la esperanza de la juventud. Pero hoy, esa luz se filtraba con una claridad diferente: era un susurro de nostalgia que me invitaba a reflexionar.
A medida que el sol descendía y su luz se desvanecía, las risas se apagaban entre mis recuerdos. Miré hacia el horizonte donde el cielo se vestía de tonos anaranjados y violáceos, y comprendí que estaba dejando atrás un capítulo dorado. Recordé ese día, cómo sentí que la infancia se desdibujaba cual último rayo de sol, y en su lugar surgía la sombra del adulto que debía ser, con responsabilidades y caminos por recorrer.
Y allí, en esa transición, sentí que el atardecer no era solo el final del día, sino el preludio del ocaso de la vida. Así, recuerdo que salté al piso desde el antepecho de esa ventana y saludé a mis compañeros, a la mayoría de los cuales nunca más volvería a ver. Treinta años, treinta y cuatro acaso, desde que caminé de regreso a mi casa y, con la tristeza del conocimiento, supe que nada volvería a ser igual.
Hoy veo caer los últimos rayos del sol entre las hojas, contemplando la belleza de la magia efímera de la luz y lo perdurable del recuerdo.