Le habían hablado de un viejo cementerio abandonado a la orilla del mar en las inmediaciones de Puerto Lobos, y se fue hasta allí para escapar de sí mismo.
Hacía tres meses que no podía dormir. Las pesadillas lo perseguían cada vez que cerraba los ojos: Muchos dias se sentía perseguido, en otros perseguía él mismo a alguien. Un par de veces soñó una figura de mujer vestida de negro, con dos huecos donde deberían estar los ojos, que se acercaba a su cama susurrando su nombre. Siempre despertaba jadeando, empapado en sudor, con el eco de una voz fantasmal resonando en sus oídos. No dormia, se despertaba cada hora. Los médicos de Buenos Aires no encontraban explicación; los ansiolíticos no funcionaban. Solo el café y las aspirinas lo mantenían despierto, pero su cuerpo ya no resistía más el sueño.
Una amiga le había sugerido que se alejara de la ciudad, que buscara un lugar tranquilo donde descansar. "Andá a la Patagonia", le dijo, "el aire puro te va a hacer bien". Él sabía que no era el aire lo que necesitaba, sino respuestas. Y algo le decía que las encontraría en ese cementerio del que le había hablado un viejo pescador en el bar de Madryn, en el que había parado en el camino:
Había llegado a Puerto Madryn al atardecer, después de manejar todo el día sin parar. El cansancio le pesaba en los párpados, pero tenía miedo de dormir. Entró al primer bar que encontró abierto, un lugar sórdido con olor a fritanga y tabaco. Pidió un café doble y se sentó en un rincón, tratando de ignorar las miradas curiosas de los lugareños.
El pescador se acercó sin que él lo invitara. Era un hombre mayor, de barba gris y manos curtidas por el mar, con ojos que parecían haber visto demasiado. Se sentó frente a él sin ceremonia y le clavó una mirada penetrante.
—Vos no sos de acá —le dijo. No era una pregunta.
—No. Vengo de Buenos Aires.
—¿Y qué andás buscando tan lejos de casa?
Él dudó. No sabía qué, pero algo en la voz del viejo lo asustaba tanto como lo tranquilizaba, como si fuera alguien conocido. Le contó sobre las pesadillas, sobre la mujer de negro, sobre las noches sin dormir. El pescador lo escuchó en silencio, asintiendo de vez en cuando como si no fuera la primera vez que oía esa historia.
—Hay un lugar —le dijo finalmente el viejo—. Un cementerio viejo, abandonado, cerca de Puerto Lobos. Dicen que ahí la gente encuentra respuestas aunque no siempre son las que uno espera.
—¿Cómo llego?
El pescador le dibujó un mapa rudimentario en una servilleta, marcando el camino con trazos temblorosos. Mientras lo hacía, murmuró algo entre dientes, palabras que él no pudo entender completamente.
—Tené cuidado —le dijo al terminar—. La gente que regresa de allí ya no es la misma.
Se levantó para irse, pero antes de alejarse, dijo:
—Por cierto —le dijo con una sonrisa extraña—, espero que se terminen sus pesadillas.
Durmió esa noche allí mismo en el auto, unas pocas horas, entre pesadillas.
El viaje hasta Puerto Lobos fue una tortura de sueño, ruta 1 y ripio, sosteniéndose con café y cigarrillos. Cuando llegó al pueblo abandonado el silencio lo golpeó como una bofetada. No ladraba un solo perro. Las casas deshabitadas y derruidas lo miraban con ventanas vacías, como cuencas sin ojos. Era extraño: ni siquiera el viento patagónico aullaba como él sabía que ocurría en la zona en tardes de verano.
Caminó unos cientos de metros hacia el noreste, siguiendo las indicaciones del pescador. Entre la vegetación achaparrada y ya con el rugido del océano cerca, encontró lo que quedaba del cementerio. No tenía cercos ni señalización; solo tumbas aisladas, derruidas, con nombres borrados por la arena y el salitre. Algunas cruces de hierro se alzaban torcidas, como dedos artríticos señalando el cielo gris. Algunas tumbas estaban cercadas.
Pero algo estaba mal. Muy mal.
Varias de las tumbas estaban abiertas. De par en par, como bocas hambrientas. Se acercó a la primera con el corazón martilleándole el pecho: vacía. La segunda, igual. Una tras otra, cinco sepulturas parecían haber sido profanadas, sin rastro de los muertos que alguna vez albergaron. En el borde del camino de arena y cantos rodados algo brillante atrajo su atención: Un anillo de oro. Lo tomó.
En el centro del cementerio se alzaba una cruz mayor en la tumba que estaba cercada con hierros viejos y oxidados, con una vela negra encendida a sus pies. Imposible: ¿Quién había encendido esa vela? no había nadie en kilómetros a la redonda, él había tomado el la ruta provincial 1 para llegar al pueblo abandonado y no había visto a nadie. Además, estaba en un descampado, con un viento constante soplando. Se acercó para examinarla y entonces vio que bajo la cruz, dentro del cerco, estaba una lápida diferente a las demás: limpia pese a ser claramente la mas antigua, con una inscripción que el tiempo no había logrado borrar completamente.
"Aquí yace Dolores Mendoza - 1923-1946 - Que descanse en paz quien no tuvo paz en vida"
Un escalofrío le recorrió la espalda. Dolores. El mismo nombre que se susurraba en sus pesadillas. Pero eso era imposible, una coincidencia macabra. Se inclinó para leer de nuevo la inscripción cuando escuchó algo que le heló la sangre: el inconfundible llanto de una mujer.
Se irguió de golpe y miró alrededor. El llanto venía de todas partes y de ninguna, como si el mismo viento lo trajera desde el mar, pero entonces la vio a unos metros de distancia inclinada sobre una tumba abierta: Una figura de mujer vestida de negro, exactamente igual a la de sus pesadillas.
Quiso correr, pero sus piernas no le respondían. La figura levantó lentamente la cabeza y lo miró directamente. No tenía ojos, solo dos huecos negros que parecían absorber la luz del día. Abrió la boca y con una voz que sonaba como el susurro del viento entre las piedras, dijo:
—Te estaba esperando.
Él retrocedió, resbalando con las redondeadas piedras sueltas. La mujer se incorporó con movimientos imposiblemente fluidos y comenzó a caminar hacia él. A cada paso que daba, a su alrededor las tumbas abiertas se iban cerrando solas, como si la tierra misma las sellara.
—No podés escapar —siguió diciendo—. Esta es la tercera vez que me ves. Ya no hay vuelta atrás.
La tercera vez. Era cierto. La primera pesadilla había sido hace tres meses, la segunda la semana pasada, y ahora... esto no era un sueño. Nunca había sido un sueño.
—¿Qué querés de mí? —logró articular con voz quebrada.
La mujer sonrió, y su sonrisa era un tajo negro en su rostro de invierno.
—Vine a buscarte, mi amor. Vine a llevarte conmigo.
En ese momento él recordó y entendió. La lápida. El nombre. La fecha de muerte: 1946. Setenta y siete años esperando. Setenta y siete años buscándolo. Retrocedió hasta que sintió la cruz mayor contra su espalda. La vela seguía ardiendo, imposible e impasible.
—No te reconocés, ¿verdad? —La voz de Dolores ahora sonaba dulce, casi tierna—. Pero yo sí. Te he estado buscando desde que me mataste.
Las imágenes llegaron como un torrente: otra vida, otro tiempo. Buenos Aires, barrio de Retiro, 1946. Él tenía otro nombre entonces: Ramón, y ella era su novia. La había matado en un ataque de celos, la había estrangulado con sus propias manos. Después había huido hacia el sur, había cambiado de nombre, había tratado de empezar de nuevo. Pero había muerto solo y lleno de culpa en este mismo cementerio en 1952.
—Las almas en pena no descansan —susurró Dolores, ya muy cerca—. Y los asesinos tampoco. Hemos estado reencarnando una y otra vez, buscándonos. Esta vida, la anterior, la anterior a esa... siempre el mismo final. Tres veces. Las tres veces que me viste.
Él cayó de rodillas. Ahora recordaba todo: todas las vidas, todas las muertes, todas las veces que se habian encontrado. Un ciclo eterno de culpa y venganza.
—Esta vez es diferente —dijo Dolores, extendiendo una mano translúcida—. La tercera es la vencida dicen. Esta vez vamos a descansar juntos.
Él tomó su mano y sintió un frío espectral que lo atravesó hasta los huesos. Las tumbas se abrieron de nuevo, todas a la vez, y de ellas emergieron los otros: todas las versiones anteriores de sí mismo y de ella, todos los encuentros pasados, todas las muertes. Un ejército de espectros que los rodeó en silencio.
Cuando la policía encontró su cuerpo días después, estaba tirado junto a la cruz mayor, con una sonrisa extraña en los labios. El forense no pudo determinar la causa de muerte: simplemente había dejado de vivir.
Enterraron su cuerpo lejos, en el cementerio de Madryn —aunque su alma descansa donde cayó—, y aunque nadie va a visitarla los lugareños dicen que su tumba siempre amanece con una vela encendida. Y que si se presta atención en las noches de viento, se pueden escuchar dos voces que susurran palabras de perdón, finalmente en paz.
Pero nadie en las historias menciona al pescador del bar que le había indicado el cementerio. Si la policia hubiera investigado, hubieran descubierto que ese hombre tuvo por nombre Ramón.
Referencias:
Recorro un PUEBLO ABANDONADO de la Patagonia - Puerto Lobos - Chubut
https://www.youtube.com/watch?v=PJ244QPonzs
Wikipedia
https://es.wikipedia.org/wiki/Puerto_Lobos
Fotos, MiNube. Gracias a Dario Granato por la inspiración
https://www.minube.com/rincon/cementerio-abandonado-de-puerto-lobos-a176131
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