sábado, 22 de noviembre de 2025

18:15

 


Primavera en Buenos Aires. El aire tibio se cuela entre los edificios de Congreso mientras subo al colectivo. Salí puntual y el colectivo llegó en seguida, son 18:05. El saco me pesa sobre los hombros, la camisa se siente algo transpirada y sin duda arrugada después de nueve horas frente a la computadora.

El colectivo va lleno. Me agarro del caño vertical junto a un asiento individual. Una chica joven ocupa el lugar, los ojos fijos en la pantalla del celular, el pelo castaño cayéndole sobre la cara.
Miro más adelante: cerca de la puerta del medio, hay otra mujer de pie. Vestido verde, informal, pero con cierta elegancia, algo fuera de época. Cabello oscuro, ojos verdes que parecen mirar sin mirar. Me llama la atención porque en el vaivén del colectivo no se sujeta a nada. Ella permanece inmóvil, como si el movimiento no la alcanzara. Acaso una bailarina.
La chica del asiento se lleva una mano a la cara. Sus hombros tiemblan apenas. Trató de esconderlo, pero las lágrimas corrían silenciosas por sus mejillas.
—¿Estás bien? —le pregunto en voz baja, inclinándome apenas.
Levanta la vista. Me mira con los ojos brillantes, enrojecidos, y entonces sonríe. Una sonrisa rota, luminosa.
—Sí —susurra—. Sí, estoy bien. ¡Muy bien! — sonríe radiante mientras se limpia las lágrimas con el dorso de la mano— Hace casi dos años que vengo peleando con una leucemia. Hoy me confirmaron que no hay rastros. Nada. Estoy curada.Acabo de recibir los resultados.
Le devuelvo la sonrisa. Algo cálido me sube por el pecho.
—Es genial. Felicitaciones.
Ella asiente, los ojos perdidos en algún punto más allá de la ventanilla, como si recién ahora pudiera ver el futuro.
—Ahora sí puedo pensar en todo lo que venía posponiendo. Ponerme de novia, casarme, viajar... —me mira de nuevo—. Siempre quise conocer Japón. Los cerezos en flor, ¿sabés? Toda esa belleza. Pero tenía miedo de hacer planes. Miedo de que no hubiera tiempo.
—Ahora tenés todo el tiempo del mundo —le digo.
Ella mira hacia adelante, hacia la ventanilla.
—Es mi parada. Sonríe otra vez, iluminando el día.
Se levanta. Yo me deslizo para sentarme en el asiento todavía tibio. El colectivo avanza, ella camina hacia el centro buscando la puerta del medio.
Y entonces suena un bocinazo brutal. Un grito afuera. El frenazo.
El colectivo se detiene con violencia, una sacudida que nos lanza a todos hacia adelante. Un breve ruido sordo de metal. Un vidrio que estalla en algún lugar.
La chica estaba en el escalón central, a punto de bajar a la calle. El frenazo brutal la desequilibró y la lanzó de cabeza contra el mismo caño metálico del que yo me había sujetado minutos antes. El sonido del golpe en la cabeza es seco, definitivo. Su cuerpo se desploma como un títere con los hilos cortados.
Un segundo de silencio absoluto antes de que empiecen los gritos. Ya no hay tiempo para los cerezos en flor.
No hubo otras víctimas, mas allá de algunos golpes. Llegó la policía, una ambulancia. Retuvieron a los pasajeros, todos conmocionados, mientras los médicos atendían los golpes y el susto, el colectivo vaciándose de a poco. Me quedo hasta que se llevan el cuerpo cubierto con una lona amarilla. Nadie sabe qué decir. El chofer llora con las manos sobre el volante.
Camino hacia casa por Avenida Rivadavia, las piernas me tiemblan. La ciudad sigue como si nada. El tráfico, las luces de neón empezando a encenderse, la gente apurada. Una vida menos, olvidada de inmediato.
Un segundo. Un solo segundo para pasar de la muerte a la vida, de la vida a la muerte. Dos años peleando, y todo se derrumba en un frenazo. El novio soñado que nunca tendrá. El viaje que nunca hará. Todo un futuro trunco.
La chica de vestido verde sigue de pie junto a la puerta. No se movió durante el choque, aunque nadie le prestó atención. Sabe hacer que nadie le preste atención. Miró el cuerpo en la ambulancia con la misma expresión serena de quien observa una escena que ya conoce de memoria. Se quedó cerca, pero no mucho aunque lo siguió con su mirada fija, paciente. Triste.
Algunos la llaman Perséfone. La mayoría simplemente, Muerte.
Camina por Buenos Aires como quien cumple un turno en la oficina. Siempre puntual. Siempre presente. No le gusta su trabajo, al menos, no lo disfruta. Observando desde el rincón del colectivo, desde la esquina de la calle, desde una mesa de café.
Esperando. Porque para ella, todos tenemos una parada. 


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