Damián era un niño callado, de esos que parecen vivir dentro de su propio mundo. Le fascinaban los rompecabezas: podía pasar horas encajando piezas diminutas con una concentración casi hipnótica. Sus padres lo miraban con ternura, aunque a veces se preocupaban. “Tiene que salir más, jugar con otros chicos”, decía su madre mientras le preparaba la merienda.
Habían comprado hacía poco una casa antigua, con un fondo enorme donde ella cultivaba rosales. El padre, después de hablar con un psicólogo, decidió regalarle un cachorro. “Para que lo saque a pasear, para que se conecte”, le dijo. Y funcionó: el pequeño Damián empezó a pasar más tiempo afuera, entre risas y ladridos. Cómplices perfectos. El perro, feliz, nunca se quedaba quieto y Damían reía.
Las tardes se llenaron de sol, de ladridos y gritos felices.
La madre disfrutaba verlo jugar desde la ventana. —Al fin— pensó, —está saliendo de su caparazón—
Una tarde, al volver del trabajo, el padre escuchó los ladridos entusiastas del cachorro. Sonaban distintos, agudos, excitados. Cruzó el pasillo, salió al patio y vio a su hijo agachado sobre la tierra, tan concentrado como siempre.
Frente a él, un rompecabezas de blancos huesos humanos se extendían sobre la tierra recién removida.
—Mirá, papá —dijo el niño sin levantar la vista— Ya casi termino. Solo me falta la cabeza.
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