El amor, como una maceta lanzada desde un piso doce, a veces te cae encima sin previo aviso y te deja atontado, con moretones y preguntándote por qué demonios miraste hacia arriba justo en ese momento. Él sólo iba a comprar medialunas. Ella, regaba sus suculentas. Y el destino —o un golpe de viento, o la gravedad, o todos ellos— hicieron lo suyo.
—Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue su cara —iba a decir Matías, cuando le contara su experiencia a su amigo Sebas— O mejor dicho, vi su cara invertida, como si el cielo tuviera ojos verdes, pecas y un leve aroma a menta. —¡Ay, perdón! ¡Perdón! ¡No era mi intención matar a nadie hoy!—, me dijo, con las manos llenas de tierra y una maceta medio aplastada con una planta decapitada a sus pies. Traté de incorporarme, pero me di cuenta de que estaba recostado sobre tierra y sobre mi orgullo, el cual, al igual que mi cuerpo mareado, tenía una rajadura nueva por no poder todavía levantarme. Ella seguro se dio cuenta.
—Yo… —dijo Matías, sentándose ahora con cuidado y llevándose una mano temblorosa al hombro magullado— no estaba buscando hormigas… por si te preguntás por qué andaba con la cara pegada al piso. Estaba buscando medialunas… facturas… ¿algo así como una razón para vivir? No sé. Estoy confundido.
Marcia frunció los labios en una mueca culpable de 19 años, pero sus ojos brillaron con el comentario, con algo más parecido a la risa que al arrepentimiento.
—Bueno, me alegro de que tu misión panadera haya fracasado solo parcialmente. Si la maceta te hubiese dado en la cabeza, estarías muerto. Por suerte, te dio en el hombro. No sé si agradecérselo a Newton o a la mala puntería de mis plantas.
Matías asintió con solemnidad, apenas, porque todavía le zumbaban los oídos. A sus veinte años, después de tantas mañanas idénticas yendo a la facultad, nunca imaginó que este martes terminaría en el suelo por culpa de una suculenta homicida. Sus compañeros de literatura no le creerían esta historia cuando la contara mañana.
—Entonces... ¿me salvó tu grito que me hizo mirar para arriba?
—Eso, tu notable reacción en menos de 3 segundos, y que tengo plantas con poco peso. Si te hubiese dado la maceta de loza que uso para los helechos, esto era velorio con criollitas.
Él soltó una carcajada, que derivó en una mueca de dolor.
—Ay… no me hagas reír todavía. Me duele hasta el... hombro.
Marcia se agachó para recoger los restos de la maceta, sacudió la tierra de su jean y dijo:
—Bueno… ya que no te maté, lo mínimo que puedo hacer es invitarte yo las facturas. Te las debo.
—¿Invitarme medialunas? —repitió Matías, con una sonrisa que asomaba entre los pelos despeinados y el moretón que empezaba a florecer como una acuarela en su hombro—. No sé… ¿no sería mejor que vayamos juntos a un café y discutamos las condiciones de mi recuperación? Medialunas, café con leche y conversación agradable, con potencial.
No supo por qué lo dijo, pero la sonrisa de ella le desconectaba parcialmente las neuronas de su habitual timidez. O seguía conmocionado.
Marcia lo miró con una ceja arqueada y los brazos cruzados, como si analizara un experimento complicado.
—¿Café con potencial? Hmm... interesante. Pero dejame aclarar algo: yo invito. Por protocolo. Porque es técnicamente una cita de emergencia médica.
—¿Y si quiero pagar yo?
—Entonces veremos, si hay otro café la cuenta será tuya. Si sobrevivís ahora a las medialunas.
Él sonrió con más entusiasmo que equilibrio, y mientras ella lo ayudaba a levantarse de la vereda, pensó que jamás una planta asesina había tenido un final tan prometedor.
La tarde se filtraba entre los edificios como una acuarela de ocres y naranjas. El bullicio de Avenida Rivadavia se extendía a su alrededor mientras caminaban, él rengueando con un dejo teatral, como si hubiera sobrevivido a una guerra botánica, y ella cargando la culpa y a su planta media enterrada en un maceta de plástico machucada con una sonrisa que se negaba a esconderse del todo. El aire otoñal traía ese perfume a ciudad y a hojas caídas, a café de esquina y a posibilidades nuevas.
—¿Te duele mucho? —preguntó Marcia mientras esperaban el semáforo en Acoyte. Sus dedos tamborileaban sobre el plástico de la maceta rescatada, como si intentara descifrar alguna ecuación invisible en el aire.
—Solo cuando respiro, camino o me acuerdo de que esa planta intentó asesinarme —respondió Matías, y agregó con dramatismo—. Lo normal.
—Por las dudas, si ahora en el bar ves una ensalada en la mesa, salí corriendo.
—Siempre lo hago. Odio las verduras. Es como si viviera en una especie de venganza vegetal. Me han atacado lechugas, zapallitos y una vez un brócoli me dio una charla motivacional. Horrible.
Marcia soltó una carcajada con una sonrisa que le sacó a Matías todo el dolor del hombro por unos segundos.
—Voy a confesar algo… soy vegetariana —dijo, mirando hacia el frente.
Él se detuvo en seco.
—¿En serio?
Ella giró solo la mirada hacia él, con una sonrisa ladeada.
—No. Amo el asado. Pero quería ver tu cara.
—Casi pido un Uber directo al infierno —dijo él—. Aunque creo que no tengo señal —dijo mirando su celular un segundo—... capaz que eso sea una señal. ¿Tenés idea del susto que me diste?
—Bueno, ahora estamos a mano. Vos me asustaste con tu amor por saltar a cabecear macetas, y yo con mi falsa militancia vegetariana.
Doblaron en una calle tranquila con cafés de autor a los costados, todos con ventanales que dejaban entrever estilo y modernidad. El contraste entre la bulliciosa avenida y este rincón más calmo de Caballito los envolvió como un abrazo inesperado.
—¿Te parece bien ese de allá? —preguntó ella, señalando un café con aspecto más tradicional y mesas y sillas de madera.
—Sí, pero sentémonos lejos de las plantas, por las dudas.
Una moza joven los ubicó en una mesita junto a una ventana. Él pidió un café con leche y dos medialunas, ella, un submarino y una porción de torta de chocolate. No parecían víctimas de un incidente doméstico, sino dos nuevos/viejos amigos que se reencontraban después de un tiempo sin verse.
—Estudio Física —dijo ella, rompiendo el hielo y removiendo el submarino con la cucharita—. Así que, técnicamente, podría calcular a qué velocidad cayó la maceta... por si tuviera que indemnizarte.
—Yo estudio Letras. Podría escribir una elegía sobre cómo una planta salvaje hizo una tentativa de asesinato, pero mejor no. Prefiero las comedias. Bueno, en realidad prefiero la literatura fantástica y los comics.
—¿Vivís por acá?
—En Flores. A unas cuadras. Vivo con un amigo que piensa que la casa es un boliche. Yo soy más... biblioteca y café.
—Suena a que necesitás refugios tranquilos. Como este. Con torta. Y sin plantas suicidas.
—¿Vos vivís sola?
—Sí. Con mis suculentas. No pensé que una de ellas iba a desarrollar instintos homicidas. Debo hablarles menos.
Hubo una pausa en la que ambos sonrieron al mismo tiempo. Y de pronto, sin aviso, algo se deslizó entre ellos: la certeza de que, por una extraña casualidad —mezcla de gravedad, macetas y medialunas—, algo interesante acababa de empezar.
Por la ventana, la luz de la tarde pintaba todo de un dorado suave y difuminado. Matías observó cómo esa misma luz hacía brillar las pecas en la nariz de Marcia, como pequeñas estrellas diurnas, mientras ella le contaba sobre sus teorías favoritas del universo con la misma pasión con la que demolía la torta de mousse de chocolate. Había algo hipnótico en la forma en que movía las manos al explicar conceptos de física cuántica que él apenas entendía, pero que sonaban fascinantes en su voz.
—Bueno, considerando que seguís vivo, que no hay fracturas expuestas, y que pudiste comer una medialuna sin desmayarte... te declaro oficialmente indemnizado —dijo Marcia, llevándose la taza de submarino a los labios con una sonrisa victoriosa.
Matías la miró por encima del borde de su café.
—Perfecto. Entonces, ya que no era tan grave, ahora soy yo quien estoy en deuda. Y como hombre de honor, me toca cumplimentar esta nueva paz entre especies humanas y vegetales. Te acompaño a casa, no se discute. Es una cuestión de equilibrio cósmico.
—¿Y si te atacan mis otras plantas?
—Tengo reflejos rápidos y conocimientos sobre Tolkien. Estoy preparado.
Salieron del café y caminaron por Rivadavia, con el cielo de abril poniéndose en tonos lavanda y naranja. El tránsito aún era ruidoso, pero entre ellos se había formado un pequeño silencio lleno de palabras sin decir. Esta vez fue Matías quien tomó la iniciativa.
—¿En serio me decías que preferís el libro a las pelis del Señor de los Anillos? —preguntó él, sin disimular el entusiasmo.
—Obvio. El libro tiene alma, magia… las pelis están bien, pero nunca entendieron del todo a Galadriel.
Matías se detuvo un instante, mirándola como si acabara de descubrir un libro encantado en una librería de viejo de avenida Corrientes.
—Yo dije eso una vez en una clase y casi me linchan. Te juro. Bueno, hay esperanza para la humanidad después de todo.
Ella se rió, y él aprovechó para mirarla mejor. Ojos menta que chispeaban con cada ocurrencia, un flequillo rebelde que le caía sobre la frente, piel blanca con pecas como constelaciones diminutas. No era alta, ni parecía muy fuerte, pero caminaba como si pudiera con el mundo entero… o al menos con unas cuantas macetas traicioneras.
—¿Qué mirás? —preguntó ella, frenándose y cruzando los brazos con picardía.
—Estoy analizando si tus ojos tienen más verde o más risa —respondió sin pensar Matías. Sus ojos se abrieron un poco cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir.
—Hmm... poético. ¿Siempre sos así o es efecto del golpe?
—No descarto ninguna hipótesis.
Las luces de la calle comenzaban a encenderse cuando llegaron a la puerta del edificio, creando un halo suave alrededor de ellos. El balcón del tercer piso, lleno de plantas que parecían espiar la escena, les recordó cómo había empezado todo apenas unas horas antes. Ella buscó las llaves y él bajó solo un escalón, como si no quisiera irse del todo.
—Bueno, creo que podemos decir que nuestro encuentro fue... intenso —dijo Marcia
—Literalmente. Me caíste del cielo. Como una maceta.
Ella levantó los ojos con cara de "¡pero por favor!", pero la sonrisa no se le borraba.
—Te ganaste una segunda cita, por sobrevivir y no hacerme sentir demasiado culpable. Este sábado. Parque Chacabuco. Hay bancos con sombra, aire libre y, si traés mate, te cuento por qué Dune es mejor que Star Wars.
—¿Mate y polémica interestelar? Compro.
—Ah, y traé repelente. Las plantas del parque tienen insectos que no son tan simpáticos como yo.
—Estoy seguro —dijo él, sonriendo—. Llevo.
Ella subió un par de escalones, se giró y lo miró una vez más.
—Es la cita más rara que tuve. Fue... lindo.
—Gracias por invitarme medialunas. Fue... Es un gran comienzo. Y la verdad me gusta.
Y con un "nos vemos el sábado" en los labios y una sonrisa boba, Matías se alejó por la vereda como quien se siente el campeón mundial de cabecear macetas, mientras la luz del atardecer pintaba todo de naranja y la promesa de algo nuevo flotaba en el aire, tan real como la física y tan mágica como la literatura.