viernes, 18 de diciembre de 2020

Leyenda de Pillahuincó (Arroyo de las achiras, en Sierra de la Ventana)

 


Eran días de oro y de magia en las laderas del Cerro Pillahuincó, tribus enteras de pampas habitaban esa tierra en la que Soychu era señor de todo. El gran dios moraba en la tierra al este de la sierra, y se lo podía ver caminando por las llanuras, con su arco y sus flechas.

Los pampas eran felices: Vagaban nómades, de una tierra a otra. Los hombres cazaban venados, ñandúes y guanacos y las mujeres preparaban pan con langostas de tierra tostadas, y las frutas y semillas que molían y con las que preparaban bebidas fermentadas.

La tierra tenía plantas silvestres como el cedrón, la carqueja y la menta blanca que permitian crear a los chamanes bendecidos por el dios Soychu, preparados que curaban dolencias. Los arroyos corrían rumorosos y llenos de peces. La tribu esa temporada se asentó en el territorio ancestral pampa, entre sierras. Allí comían, bailaban hasta caer rendidos y dormían en paz en sus tolderías adonde se protegían de los pumas y gatos monteses. Eran los primeros tiempos de su mundo, y aún no conocían otros dioses.

Tampoco conocían al hombre blanco.

El tiempo pasó.

Había sido un día de fiesta de primavera en la tribu del cacique Curu-Nahuel (llamado Curunau, jaguar negro), que se había asentado entre el Arroyo Pillahuincó y del Río Sauce Grande. Pero ahora llegaban rumores inquietantes; extraños monstruos brillantes con cuatro patas y aliento de fuego estaban llegando, decían al retornar algunos de los cazadores que su habían aventurado algo más lejos. 

Los rumores terminaron con la fiesta, hubo miedo, hubo confusión. Consultaron a los chamanes y esperaron una respuesta del dios. La respuesta llegó con una noche oscura, de luna roja. Los chamanes no dudaron en interpretar que se trataba de criaturas enviadas por Wualichú, el maligno. Los indios se apostaron en la penumbra, ocultos en las tolderías listos con sus hondas y sus arcos. Cuando los monstruos aparecieron al otro lado del arroyo la luna brilló roja sobre el metal de sus armaduras y cascos. Un búho ululó en la noche. La primera flecha voló sobre las ahora lentas aguas, voló certera y rebotó sin daño. A la primera le siguieron otras, así como piedras lanzadas con habilidad y fuerza; hasta que el relámpago de un arma fue un trueno en el silencio de la noche que se pobló de gritos de aborígenes que salían como malón de las oscuras tolderías. El hombre blanco no tuvo piedad, ante el ataque brillaron las espadas y rugieron los fusiles. Los hombres de la tribu atacaron como una marea desencadenada protegiendo las orillas del río y de su campamento, pero nada pudieron hacer contra las feroces armas de fuego. La luna que teñía de rojo los ríos encontró ayuda en la sangre derramada. De la tribu no quedó nadie con vida. Cuando los españoles vieron salir el sol, por un milagro del dios de los indios, no encontraron cuerpos. Su vida y su poder se habían ido arrastrados en la corriente de los ríos y arroyos, y el dios ya nunca regresó. Pero como prueba de su última resistencia, los conquistadores encontraron en la propia orilla unas plantas acuáticas de flores doradas, rojas y a veces blancas que brotaban como racimos de entre unas hojas enormes y muy verdes. Soychu había transformado a los valientes, para que siguieran por siempre unidos a su tierra, para que su acto de valor no fuera olvidado.

Desde ese tiempo y cómo último recuerdo de la magia de esas tierras, todas las primaveras crecen las achiras salvajes, en las orillas del arroyo que justamente se llama Pillahuincó (achira en lengua aborigen)

Y dicen los ancianos que para que la magia regrese, es necesario que al cruzar el arroyo Pillahuincó el viajero deje un regalo o una oración, entre las achiras.