lunes, 11 de septiembre de 2023

Un cuchillo por una moneda

 


Hace ya varios inviernos en estos pagos en una localidad pequeña de Buenos Aires situada al límite de la pampa profunda, vivía un hábil orfebre y talabartero llamado Estanislao. Estanislao era conocido en todo el pueblo por sus magníficos cuchillos de hojas afiladas y filigranas intrincadas que adornaban los mangos de hueso y madera, así como por sus adornadas rastras tan deseadas en dias de fiesta. Sumado a su destreza en el arte, el hombre era una persona generosa.

Conocedor de la superstición que comentaban en fogones y pulperías de que no se deben regalar cuchillos, y siendo la confección de los mismos buena parte de su trabajo, nunca realizaba su tarea gratis. Pero cierto día, Estanislao fabricó un cuchillo con tanto arte y de hoja tan templada que decidió compartir su destreza y regalar este cuchillo a uno de sus amigos cercanos. No siendo supersticioso creyó que su amistad era lo suficientemente fuerte como para resistir cualquier mal augurio.

Cuando llegó el onomástico de su amigo de toda la vida, Martín, un apasionado cazador, metió el cuchillo en una repujada funda y rumbeó para la vivienda. Eran mediados de noviembre y se sabía que su amigo salía a cazar durante largas noches del verano, por lo que un cuchillo era una herramienta insubstituible. Martín estaba encantado con el hermoso cuchillo y agradeció a Estanislao con efusión. Sin embargo, días después cuando salió a cazar por los pajonales, Martín pisó una vizcachera cuchillo en mano y al caer con el tobillo roto se cortó gravemente. En la noche, solo y en medio del campo, le costó regresar y casi no la cuenta. Y aunque Martín sobrevivió, la herida dejó una marca permanente y esa noche a la intemperie, herido y casi desangrado cambió su personalidad de manera extraña, volviéndolo más irritable y distante. Sobre todo, distante a Estanislao.

Estanislao se sintió preocupado, pero aun así decidió que sólo se trataba de una casualidad y cuando su sobrino Diego, un joven agricultor, vino a comprarle un cuchillo, y habiendo justamente terminado un largo facón de mango de hueso perfectamente trabajado, se lo regaló con una sonrisa. Pero el destino jugó una última y cruel broma. Regresando Diego a su estancia usó el facón en varias tareas y habiéndolo recibido sin funda, lo dejó clavado en un tocón al borde de los sembrados. Esa noche al inicio de una feroz tormenta eléctrica, con el aire cargado y antes de caer una gota de agua, un rayo golpeó sobre el propio cuchillo y provocó un incendio. Aunque Diego logró escapar ileso y no se dañó el rancho, la cosecha fue destruida por las llamas. Luego llegó la lluvia y pasó el peligro, aunque a la mañana siguiente se encontró el cuchillo con el mango quebrado y carbonizado y el metal derretido en el campo quemado.

Convencido ahora por las desgracias que habían caído sobre sus amigos y familiares, Estanislao finalmente comenzó a creer que las antiguas supersticiones tenían un fundamento de verdad. Lamentablemente, el peso de su culpa y la creencia en las consecuencias funestas lo atormentaron a lo largo de su vida.

La historia de Estanislao se convirtió en una advertencia y leyenda en el pueblo, contada de pulpería a posta y llegando a pueblos vecinos, recordando a todos que los cuchillos eran objetos poderosos y que debían tratarse con respeto y precaución. La gente del pueblo ya nunca dudó de la superstición a regalar un cuchillo sin intercambiarlo por una moneda o algún otro objeto de valor, temiendo las consecuencias funestas que podrían caer sobre ellos sí desafiaban la tradición.