viernes, 3 de noviembre de 2017

Donde los ojos no ven




Los pongo en contexto: Este fin de semana pasado, subterráneo línea A, falta poco para el mediodía. Habitualmente lo tomo también durante la semana. Y cuando lo tomo en un fin de semana suelo estar acompañado por mi hija, hoy no es el caso.

Bajo las escaleras al andén, en la misma terminal de San Pedrito, que todos conocemos por Nazca, calles gemelas separadas al nacer en Av. Rivadavia. Llega una formación, gente que se baja, subo. Está casi vacío: en el extremo de asientos del vagón, una mujer ciega con su bastón, joven, arreglada, que no se bajó pese a ser el propio final del recorrido. Un flaco con unas bolsas, que el imaginario popular acompañaría con la expresión 'cartonero', se le acerca solicito y le avisa que que es la terminal:
— Hola, esta es la terminal de San Pedrito, te aviso por las dudas.
— Si, lo sé, gracias.
Una sonrisa luminosa, una expresión que acompaña la sonrisa, el flaco regresa al fondo del vagón, con la mejor recompensa por su preocupación.
Antes de sentarme, me acerco:
— Disculpá, escuché que no te bajabas en esta, ¿necesitás que te avise en alguna estación?
Me 'mira', con sus ojos vacíos, girando la cara hacia mí. Otra vez la sonrisa.
— No hace falta, lo que pasa es que yo canto en el tren. La mayoría de la gente me conoce ya, ¡un día voy a tener que bajar en algún lado y no me van a avisar! — se ríe, cómo haciéndote cómplice de su ceguera. Me quedo tranquilo, la saludo y me siento a mitad del vagón.
Pasan dos estaciones. Espero, veo que inclina la cabeza,  escucha el murmullo de gente que le avisa cuando tiene suficiente público. Pasada el andén de Carabobo se para, y con la misma sonrisa en la voz que en la cara se pone a cantar. Suave, mostrando que claramente no es cantante, pero modula perfectamente un himno religioso con mucho sentimiento. El vagón se silencia, la gente escucha y sonríe en reflejo a su sonrisa y a la calidez de su presencia. Terminada la canción pasa por los asientos, creo que todos contribuimos. Se pierde en la otra punta del vagón.
Pasan dos, tres estaciones. El vagón extrañamente sigue medio vacío, aunque ya hay bastante gente de pie. Pasa algún vendedor de algo. En el mismo lugar en que estaba la chica ciega se detiene un hombre también claramente invidente, con un bastón blanco. El aspecto conspira en su contra, desalineado y medio zaparrastroso, pide una moneda a los gritos, se rectifica y exige atención, no se le entiende claro en la voz áspera, ruda, enronquecida. Se queja que no le hacen caso, que están (estamos) todos con los celulares, y golpea violentamente el techo del vagón. La llamada de atención es efectiva e inmediata, prende un alerta en todos. Una alerta inconsciente. Alguna gente se aparta, todos se callan y lo miran, el ciego grita: 
— Todos forros, no les importa. Yo no me aguanto esta situación — y revolea el bastón, golpea el piso y una columna de caño de metal, con un ruido amenazante. La gente a su alrededor se levanta y pasa a la otra mitad del vagón, los que están atrás, mas cerca de la puerta,  se pegan al fondo mientras el ciego se adelanta por el pasillo moviendo el bastón con golpes que no buscan señalar un camino. Guardo el teléfono en el que iba leyendo, y espero en medio de los asientos ahora vacíos. Una inacción tensa, una cuerda a punto de soltarse con fuerza contenida, algo atávico se activa  y mi cuerpo aún sentado toma un posición de respuesta mientras mis ojos siguen las evoluciones del bastón que ya deja de ser símbolo de respeto y ayuda, para convertirse en un arma. Como si me viera, se detiene a unos pasos y retrocede, hacia el fondo del vagón, golpea los costados, grita, no es muy  comprensible, pero exige una colaboración, grita que no tiene trabajo. La gente se amontona al fondo y se pega a las puertas, que acaban de abrirse en Plaza Miserere, el hombre golpea el techo ahora cerca de la puerta. Eso parece que activa a un flaco que está cerca suyo. Toma impulso y le da un fuerte empujón por la puerta y lo saca del vagón mientras le grita —¡Andate, andate y no vuelvas! El ciego queda parado en el andén. Al momento que se rompe la tensión, queda claro que era la acción adecuada: ahora que puedo ver el fondo del vagón, veo un chico de unos 11 años muy asustado, escondido detrás de su padre que lo cubre protegiéndolo. Una chica de unos 17 está llorando con la frente  pegada a la puerta enfrentada a la que acaba de salir despedido el violento. Desde el andén grita, provoca, desafía a una pelea. Golpea los costados, mete el bastón por la puerta. Me adelanto junto con otros dos, un movimiento animal, de manada. No va a volver a entrar. El mismo flaco, le vuelve a gritar que se vaya. El bastón traza círculos y se estrella contra un vidrio, que resiste el impacto. El tren esta detenido, incluso un pasajero llama al 911, pero ninguna autoridad se acerca pese a que estamos a un par de metros escasos de los molinetes y está a la vista la cabina de expendio de pasajes, hoy carga de tarjeta. El ciego sigue gritando. Un vendedor se le acerca:
— Ya se fue amigo, no lo busqués más, se bajó y se fue — le miente tratando de calmarlo, mientras el otro invita a pelear al universo.

Finalmente se aleja en dirección a los molinetes, sin que nadie intervenga,  y sin que medie aviso se cierran las puerta y el subterráneo finalmente arranca. La gente vuelve a sus asientos. Veo al padre calmando a su hijo. La chica se limpia las lágrimas con la manga. 
Un mismo problema. Dos decisiones. Dos universos distintos.
Me deja pensando.

------------@------------

Como postdata, y de manera totalmente inesperada, tres días más tarde me encuentro a la chica ciega tomando un café con leche con medialunas con una amiga en el mismo bar en el que paro todos los martes previo a clases. Conversa, le dice a la otra que no, que no necesita ayuda, paga su café contenta del rato compartido y sale, con cuidado, tanteando el camino con su bastón y con su sonrisa como arma contra el mundo cruel, iluminando la oscuridad.



No hay comentarios:

Publicar un comentario