martes, 26 de octubre de 2021

A veces los ángeles son impuntuales

 


Llegó como decía siempre, a 'dar una mano'. Las tareas de los ángeles guardianes eran siempre variadas e impredecibles, y lo importante era saber interpretar la plegaria. No se puede resucitar el perrito de la niña que lo pide desde el alma, pero sin dudas se puede deslizar una dibujo de la niña y su perrito o una foto de ambos en la billetera de uno de los padres cuando la abre cerca de una veterinaria. O hacer que estos encuentren una caja con cachorritos sin hogar en la calle en su camino al regreso del trabajo. O acaso hacer que un gato perdido muy curioso se asome por la ventana de la niña una noche cualquiera. Algunos milagros son imposibles aún para los ángeles. Pero otros... bueno, a veces requiere sólo de imaginación y buena voluntad. Y en ocasiones ni siquiera es necesario el ser un ángel.

En todo caso, en el reino celestial había reglas y aunque hay famosas excepciones, la idea imperante era: Menor cambio, mayor resultado. Es probable que hubieran demasiados contadores en el Paraíso, sí lo pensamos seriamente.

El tema es que los ángeles de la guarda — y acaso en contra de lo que se supone— no alcanzan para acompañar cada uno a una persona. La mayoría de los bebés y niños pequeños sí, tienen uno asignado las 24 horas del día, pero a medida que la gente crece rige cada vez en mayor medida el asunto del libre albedrío y entonces varias personas comparten el mismo ángel. No alcanzan para todos. Las almas que llegan a calificar como ángeles de la guarda son seres que tienen nobles virtudes... y requieren un largo entrenamiento. Ser bueno no alcanza, es necesario saber entender  lo que hay que hacer.

Sariel volvía aprisa luego de ver un partido de fútbol. Partido de barrio, un grupo de preadolecentes se había jugado 'la cancha' contra un equipo rival de chicos mayores que buscaban arrebatarles el terrenito en el cual jugaban felices todas las tardes, y la verdad sea dicha, no tenían chances. 

En pro de la justicia había observado un rato el partido desde una rama convertido en gorrión antes de intervenir, excepto al momento del inicio que mientras se charlaban a los gritos las condiciones en que se declararía cual equipo se quedaría con la cancha, deslizó en un divino suspiro —que se mezcló con el viento—  una consigna en los oídos de los bravucones: Si era empate o si se suspendía el partido pactado a 90 minutos, el resultado era nulo y los chicos se quedaban con la canchita. En el suspiro mezclo un poco de esencia del Verbo con el que llenó las orejas sucias, y gracias a esto todos quedaron conformes y convencidos. Se quedó viendo el partido estipulado a una hora, pero a los 23 minutos los chicos ya iban 5 a 0 abajo en el marcador. Aún como gorrión cortó una ramita con espinas y la dejó caer cuando la pelota estaba saltando cerca para que se pinchara: 10 minutos más tarde no se podía jugar. Las quejas, los enojos, el preguntar si alguien había traído otra pelota —no—, si alguno tenía un inflador —tampoco—, y luego la consiguiente suspensión del encuentro y la alegría de Lucas que atajaba ese día, y que esa mañana temprano había rezado por el partido. Los chicos conservarían su terreno de juego. Misión cumplida.

Así que... a otro tema. Consultó su lista de plegarias: hoy había sido una jornada ocupada. En un vistazo encontró lo que buscaba y voló a su siguiente ruego sabiendo que el llamado había ocurrido ya hacía casi media hora y que podía no llegar a tiempo. En todo caso, no parecía un problema serio: otro corazón adolescente roto. En la mayoría de las ocasiones tenía que ayudarlos a ambos luego de una separación. En este caso particular él se llamaba Julián, pero el ruego lo había hecho ella. Y Rita pedía que él pudiera olvidarla. Alcanzó a ver que la muchacha — rubia, bajita, de arqueadas pestañas y sugerente figura adolescente, buena chica, 16 años— acababa de llegar a una fiesta y estaba bailando con un joven morocho, alto y de sonrisa de estrella de cine. Bueno, claramente aquí no era necesaria su ayuda. Eran las 19:30, anochecía. Voló a la casa de Julián a tiempo para escuchar a la hermanita menor decirle a la madre que había salido hacía media hora.  Camino al puente del río. 

Sariel agitó las alas y sacó su tablet de información (sí, con el tiempo los ángeles se modernizan. Sí, también hay muchos informáticos en el Paraíso): Julián, 17 años, estudioso, con pocos pero buenos amigos, buena familia. Aún con el sueño de ser piloto de aviones de combate. Difícil que fuera a tomar una decisión drástica, pero cualquier ángel guardián sabe que el primer desengaño amoroso es devastador. Y Julián tenía temperamento romántico y le gustaban demasiado las novelas de aventuras y tragedias. Eso complicaba un poco el panorama.

Decidido, Sariel se convirtió en colibrí como camuflaje. Era uno de sus preferidos, rápido y discreto cuando quería, y cuando no los niños que lo veían siempre sonreían. Otros ángeles hablaban de 'la Gloria de Dios', o 'La Fuerza Divina' y se transformaban en leones o águilas.  A Sariel siempre le parecieron poco modestos, pero cada quien tenía su pequeño defecto aún entre los ángeles. Él no era el indicado para juzgar, y más ahora sabiéndose impuntual. Apuró el vuelo, un relámpago tornasolado en el último rayo del atardecer. 

Llegó al puente, usó un poco de su oído celestial para escuchar, porque los colibríes no eran buenos para eso: Estaba atento a escuchar ruido de agua, algo cayendo, o gritos quizás. Bordeando el río había un camino de árboles ya oscuro por la caída del sol: eucaliptos, sauces llorones, y algunos otros que no reconocía porque su fuerte no era la botánica. Limitaciones de ángeles, todo no se puede. Una camino rivereño algo desolado, paseo para personas tristes o enamorados, incluso seguramente ambos. No se veía a nadie. 

El puente de madera con su pasamanos bajo y gastado cruzaba las aguas que corrían tranquilas pero profundas de su cauce. No recordó sí en el legajo de Julian decía que supiera nadar, no hubiera estado de más haber revisado eso con tiempo. Si hubiera llegado antes a la casa de él después del ruego hubiera hecho caer un libro de la enorme biblioteca de Julian que expresara su situación, acaso el Corsario Negro. Tanto a Sariel como al chico les encantaba ese libro. O acaso hubiera hecho aparecer un emoji en el teléfono de un amigo para que lo llamara, o..., bueno, ya era tarde para pensar en eso. Y ahora en tanto miraba alrededor, no lo podía encontrar: el río era un sudario negro que corría en silencio entre las orillas sombreadas de árboles, el silencio sólo roto por grillos, y un ladrido. Dos ladridos. Una risa. Dos carcajadas. 

Del otro lado del río, medio oculto por la espesa arboleda estaba Julián. Delante de él un perro le hacía fiestas. Lucía, su dueña, festejaba que él hubiera podido alcanzar a su cachorro que había escapado corriendo y cruzando el puente. Fito caminaba de árbol a árbol, ahora firmemente sujeto de su correa por Julián, que sonreía y hablaba con Lucía como si se conocieran de años. Raro. Sacó rápido su tablet: Amor verdadero, se leía con letras multicolores. Sorprendente.

Los vio acercarse aún en su forma de colibrí, hablando de mascotas y proyectos: Julián siempre había querido un perro, ella también quería ser piloto. Al pasar a su lado Lucía lo miró posado en la rama, y como si lo reconociera, le guiñó un ojo.

A veces los ángeles son impuntuales. 

Otras no.


No hay comentarios:

Publicar un comentario