martes, 1 de noviembre de 2016

Identidad (Cuento)



Nacimos para vernos reflejados en otros ojos: sin un espejo, no podemos vernos a nosotros mismos.
Del Cuaderno de Pablo


Noche de sábado.
Otra reunión de amigos a la que asistía, nuevamente le presentaron a alguien, la miradas cómplices entre su amigo y la esposa, y después el momento de la presentación y la obligada charla con una mujer desconocida: su conversación, su simpatía, su calidad de expresión, un don de gente natural que sumado a su conocimiento de la actualidad como periodista lo hacían interesante y generaban la curiosidad de la interlocutora. Sus amigos casamenteros consideraban a Lucas  un muy buen partido: un tipo amable, inteligente, con una buena posición económica, cuarentón soltero sin hijos. Siempre bien arreglado, sin tener un físico de gimnasio se mantenía en forma, alto, profesional. Con hobbies, proyectos, intereses.
Y siempre al momento de conocer a una nueva candidata, el gesto —de marcado a imperceptible— en la cara de ella, el fruncir de las facciones, esa mínima expresión entre desilusión y desagrado. 
Lucas era feo. 
Lo sabía, era feo con ganas y sin filtro, no había Photoshop que lo arreglara en las fotos, parecía que hasta las cámaras lo evitaban en la foto familiar y terminaba como una cabeza cortada, fuera de cuadro. En las páginas de encuentros web no recibía ni un visto, cualquier imagen lo sacaba de competencia.
Una nariz enorme que era casi la parodia del soneto de Quevedo a Góngora, un mentón salido, unos dientes desparejos, acné a su edad son cosas que inmediatamente te marcan en la mente de los demás como feo. A eso sumarle una importante escasés —casi rayana en la ausencia— de un pelo fino que se agrupa en mechones, muy parecido al de  Larry de los Tres Chiflados, pero sin rulos. Rasgos marcados, ojos demasiado mansos en su mirada caída, nada penetrantes; orejas amplias y separadas (cabeza entre paréntesis, le  cargaban en la escuela). 
La regla de los 3 tercios para la simetría de la cara de Da Vinci no se le aplicaba, sino que su rostro era mucho más cercano a un Picasso.
El puente de la nariz apuntaba en una dirección diferente a la de la punta, gorda, bulbosa, y unas cejas irustas en ojos pequeños, completaban la peor combinación posible. 
Feo. 

El no tener novia ni familia le permitía tener demasiado tiempo libre; tanto por inclinación y como para llenar este tiempo disfrutaba mucho realizando labor social. En un tiempo intentó sumarse a algún partido político para tratar de mejorar algunas cosas pero pronto notó que no lo representaban y  decidió hacer las cosas por su cuenta, y aunque no fundó una ONG más de un fin de semana se lo veía en asilos de ancianos leyendo a los internos, o en hospitales. Le interesaba mejorar la condición de niños carenciados, participaba en la organización de festivales para los más necesitados, y también ayudaba en asociaciones para adopción de perros —a los que no les preocupaba su cara—, pero lo que iba a cambiar su vida fue el Centro de educación para ciegos.

Era una tarde de domingo en la que estaba en un geriátrico para entretener a los abuelos  luego del almuerzo con juegos, cuando una abuela le comentó que ese mismo día iba a ir de visita su nieto, para leerle. Lucas se sintió feliz por ella, aunque un tanto molesto porque nunca había visto al nieto con anterioridad. Tenía una opinión muy personal sobre los familiares que llevaban al geriátrico a mayores sanos, como era Susana, y luego no los visitaban incluso a los que  por su buena condición podían, al menos, llevarlos  a compartir el domingo en familia con ellos. Pero ya acostumbrado a estas cosas compartió la felicidad de Susana y  estaba justamente conversando con ellos e intercalándoles noticias de los diarios —para que se sintieran integrados a la actualidad—, cuando sonó el timbre y Beto, el nieto de Susana, entró caminando libro y bastón blanco  en mano, lentes oscuros, y una sonrisa joven en el rostro.
Decir sorpresa fue poco para Lucas. Así como sus amigos solían omitir que él era feo, Susana no había aclarado que Beto era ciego. Pero la sorpresa se convirtió en simpatía cuando Beto con una personalidad desenfadada y locuaz saludó a su abuela, habló con varios de los presentes y se presentó a sí mismo:— "Alberto, 30 años, profesión nieto, y sin mucho más que ver". El libro que llevaba era El Principito, uno de los preferidos de su abuela, en braille y —sorprendentemente para Lucas—, con sus ilustraciones originales. 
Luego de que terminó de leer varios capítulos acompañado de varios de los abuelos que se reunieron a su alrededor para escucharlo, Lucas le pidió el libro, que le intrigaba. Se sintió mal cuando le pidió:— ¿puedo verlo? — para recibir la inmediata respuesta, con picardía pero sin malicia o tristeza:— Imagino que sí... — por parte de Beto.
Las sonrisas de los abuelos presentes le indicaron que era un error y un retruque ya muy habitual. 
Lucas se encontró recorriendo los puntos de braille, y también los que marcaban el dibujo, y preguntando durante la merienda que compartieron con los internos y las enfermeras :— ¿Cómo es tu vida? ¿Podés trabajar? ¿Sos ciego de nacimiento?, a lo que Beto contestó que su vida era bastante tranquila, con pocas salidas —sonrisas compartidas entre Beto y los presentes, que lo entendían perfectamente—; que trabajaba en un Call center en Atención al cliente, el puesto lo había conseguido por recomendación de una profesora del Centro de capacitación adonde había aprendido braille ya que él no era ciego de nacimiento. Un recuerdo seguramente fue lo que dibujó el gesto de nostalgia en su cara. Lucas no quiso preguntar más.
Y Lucas se sintió asombrado, conmovido y también en parte contagiado por la fuerza que irradiaba el otro, que no había dudado en sobreponerse a la adversidad. — Tuve excelentes maestros en el Centro, que me ayudaron a salir adelante. Y acá estoy —dijo  Beto.

Lucas se fue a su casa pensando. Le había preguntado la dirección del centro, antes de irse. Y tomó una decisión. El mismo lunes fue al centro de educación para ciegos y consultó si daban cursos de Braille. Le dijeron que si. Muchos usaban el sistema de aprendizaje braille Alborada, por no estar alfabetizados, en cambio él aprendió por Bliseo, y luego aprendió ambos para poder enseñar. Para los chicos aprendió también el sistema Tomillo, y fue entonces cuando pidió si podía enseñar en el Centro. Le pusieron una tutora, que era psicóloga infantil para que lo controlara en cuanto a pedagogía, pero pronto ya no la necesitó. Iba  variando entre técnicas a medida que lo veía útil para cada tipo de aprendizaje. Su vocación, dedicación y capacidad le permitieron ser muy pronto un maestro excelente.
Le comentó a su tutora entre risas que este era el trabajo exacto para él, tan feo. La psicóloga sólo sonrió. pero preguntó por qué lo decía. Lucas le contó un poco de sus vivencias personales, y ya mas en confianza, su falta de vivencias personales.

Fueron semanas dando clase, luego un mes, dos.
Fue en el Centro en que conoció a Claudia.
No vivía en el mismo Centro, como otros profesores, pero daba clases a niños. Se la presentó la psicóloga, con una sonrisa. Claudia permaneció sentada, los anteojos oscuros puestos. Él se acercó, era bella,  o al menos así se lo parecía. 
Segura de sí misma y al mismo tiempo tímida en su forma de relacionarse. Ella le habló con una voz cargada de alegría. El sonrió y por un momento fue algo menos feo.
Viendo que estaba todo hecho, la psicóloga les comentó que tenía que ver a un niño y se retiró.
Estuvieron un largo rato sentados, frente a frente. 
Ella le contó que sólo iba a ayudar al centro, que trabajaba en una empresa de perfume.
En algún momento de la charla, Claudia le acercó las manos a la cara, la recorrió despacio, y hizo un chiste sobre su nariz. A Lucas no le cayó mal, las manos eran caricias, la sonrisa decía más que las palabras.
Y a los pocos minutos, el beso todavía más.

Lucas supo que su vida había cambiado.

Son las primeras salidas, o mejor, los primeros encuentros. Dieron una clase juntos, para chicos, que es lo que a ambos más les gusta. Los niños sintieron la alegría mejor que si la vieran.

Pronto Claudia deberá vencer su timidez, y confesarle que ve perfectamente.




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