miércoles, 7 de marzo de 2018

Erase una vez un libro



Estaba tirado en el piso, al lado del banco de una plaza. Esperando.
Hacía ya largo rato que esperaba cuando vio venir a una señora muy viejita, que miraba atentamente el banco para sentarse en él. La viejita venía cubierta de ropa y de arrugas de los pies a la cabeza. El libro se arrastró lejos despacito y silenciosamente con sus hojas interiores para esconderse entre unos arbustos que estaban ahí cerquita. La ancianita se sentó al sol y desde donde estaba escondido el libro vio que sacaba una bolsita con semillas para darle de comer a las palomas. Ella estuvo un rato y cuando el sol se hizo muy intenso se fue, dejando a las palomas comiendo en el camino. Un ratito apenas porque enseguida pasó una nena en monopatín y se fueron volando. El libro pensó que eso ocurría porque se asustaron y el monopatín venía veloz, sino hubieran caminado rápido. Le parecía que a las palomas no les gusta mucho volar.
Más tarde, cuando el sol ya estaba alto, el libro hizo una siesta entre los arbustos. Se despertó con el sonido de unos golpes y asomó un poquito el lomo entre las hojas cuando sintió pisadas cerca ¡para qué!, lo agarraron así como estaba, todo abierto y mientras un chico gritaba — ¡Acá!, ¡acá tengo el otro palo!, lo pusieron parado como una pirámide en el pasto. Ahora era el palo izquierdo de un arco de fútbol improvisado para el partido de los chicos, que en la plaza jugaban casi siempre a la tardecita. Jugaban con una pelota marrón con tiritas amarillas, dura y rebotadora, rápida, golpeada y golpeadora que lo hizo morir de miedo. Sus tapas azules se pusieron pálidas, casi color celeste; sus blancas páginas se pusieron todavía más blancas. La pelota iba y venía de un lado para otro, cuando un chico del equipo contrario freno con mucha habilidad la pelota, la pisó suavemente con la suela del botín y amagando para un lado y para el otro, pasó a un jugador en el medio de la cancha. Y corrió hacia el libro. Se sacó de encima  a otro chico que fue a marcarlo haciendo una pirueta con la pelota que pasó por encima de su propia cabeza, esquivó veloz a luego a un defensor, cada vez mas cerca, mientras el libro lo veía aproximarse, superó al último defensor con un caño precioso y preciso, enfrentó al arquero y ... —Pero ¿adónde está el palo? — gritó.
Mientras jugadores de los dos equipos discutían, el libro aprovechó a esconderse un poquito más detrás del árbol al que había llegado casi en un suspiro, galopando sobre sus azules tapas, escapando de  ser pateado, golpeado o que le hicieran gol.
Y así distraído fue que lo encontró un joven de pelo muy enrulado, que lo miró, lo levantó, leyó el título, pasó un par de páginas, sonrió, y se tiró en la sombra del árbol usándolo como almohada. Por suerte se había lavado la cabeza, pero tanto pelo al libro le daba mucho calor; así que haciendo un esfuerzo, esperó a que estuviera dormido y levantando despacito una de sus tapas logró que la cabeza se deslice suavemente al pasto blando y verde. Ya libre, el libro se movió decidido hacia el sendero de la plaza, desde el que escuchaba voces. Se escondió detrás del arbusto. Y descubrió en el banco a la nena del monopatín, jugando con una muñeca. La peinaba, le preparaba té con unas tacitas chiquititas y con agua de la fuente y un poco de arena que sacaba de la azucarera también chiquitita. Se veía que buscaba hacer  dormir a su muñeca, pero los ojitos no dejaban de moverse, y aunque la ponía a upa y la arrollaba los ojos se abrían al sol de la tarde.
— Contale un cuento.
La nena creyó escuchar que alguien le hablaba, aunque pensó que no era para ella, no había nadie a su alrededor. Su muñeca no quería dormir, la giraba y la giraba y los ojos seguían abiertos, la inclinaba, la tapaba con hojas verdes y amarillas mientras le apoyaba la cabeza en una piedrita a modo de almohada pero no había caso: la muñeca no cerraba los ojos. 
— Contale un cuento.
La nena miró alrededor para ver si encontraba a la persona que le hablaba —porque estaba casi segura esta vez que alguien le había hablado—, cuando al lado del pie de metal del banco de la plaza vio un libro. Un libro de tapas azules, muy azules. Un libro de cuentos. Contenta lo tomó, recorrió las hojas y  empezó a contarle un cuento a su muñeca.  Como el libro era grande y estaba pesado, la acostó en el banco, sobre su almohada improvisada. Tan concentrada estaba en el cuento que no vio como la muñeca se deslizaba de la piedra, y quedaba completamente acostada y ahora si, dormida, con los ojos bien cerrados.
La nena feliz después de leer el cuento, abrazó a su muñeca y se fue con su mamá a su casa. Con su libro nuevo.




No hay comentarios:

Publicar un comentario