jueves, 24 de julio de 2025

Día de alegrarnos con una sonrisa ajena

 


Febrero. Noche calurosa. Vacaciones en Uruguay. El mar, ahí nomás, con esa calma que sólo tiene cuando las playas se vacían.

Salimos a caminar por la rambla de Piriápolis, en busca de algo muy simple: un café. Pero parece que el balneario ya se fue a dormir. No hay mucho ruido, no hay boliches y tampoco cafés a mano. Desde Punta Fría hasta el centro, lo que hay son restaurantes cerrando, mozos que sacan las cartas de las veredas, sillas que se apilan. Claramente, esto no es la Argentina.

La caminata se vuelve parte del plan. Recorremos una galería de artesanos, pasamos frente al antiguo Hotel Argentino, que siempre impone con su elegancia detenida en el tiempo. Entramos al casino, lo recorrimos despacio y buscamos el café, pero a las nueve de la noche ya está cerrado. Manejamos otros horarios.

Salimos otra vez a la Rambla de los Argentinos, y seguimos bordeando la bahía con el ritmo tranquilo de quien pasea en vacaciones. El aire salado, el murmullo del agua rompiendo suave, las luces iluminando sin encandilar.

Recién cerca de la Avenida General Artigas encontramos un cafecito abierto, debajo de un complejo de edificios frente al mar. Nada pretencioso, aunque muestra un par de cafés diferentes en la carta. Mesas de madera y metal, sillas no tan incómodas, una vista del mar cruzando la calle y la rambla que resulta suficiente. Nos sentamos, pedimos dos cafés y nos quedamos ahí, en ese silencio cómodo que da el amor cuando no hace falta decir mucho.

Y entonces, atrás nuestro, se sientan dos mujeres. Una joven, la otra mayor. No quisimos escuchar, de verdad que no. Pero la charla entre ellas subía y bajaba de volumen como una ola: entusiasta, viva, imparable.

Era la nieta. Y era la abuela. Y hoy se habían reencontrado, al parecer, despues de cierto tiempo. Demasiado para ambas.

La nieta contaba lo feliz que estaba de tenerla ahí, hablaba de la universidad, de la vida viviendo sola, de los momentos pasados sin verla. Le brillaba la voz. La abuela, con una calma serena, le respondía con risas bajitas, de esas que hacen brillar el alma. No sabíamos sus nombres, ni hacía falta. Sólo sabíamos que ese encuentro había sido muy esperado.

Nos enteramos —sin querer, o queriendo un poco— que la abuela vivía en otro departamento de Uruguay, y que esta visita era un pequeño milagro logístico. Y que en las vacaciones de invierno la nieta pensaba ir a verla. Y que se extrañaban mucho. Que no se veían tanto como quisieran, y que se estaban regalando esa noche como si el tiempo no fuera tirano, y nos llevara en alas de apuros y desencuentros.

Tambien nosotros conversamos, sintiendo y dejandonos contagiar de la alegría que escuchabamos a nuestras espaldas, las risas eran un contrapunto de felicidad que era una sola.

Terminamos el café con una sensación deliciosa en la garganta y una sonrisa en la boca. Pagamos, nos levantamos despacio y retomamos el camino de vuelta al hotel.

Las dejamos ahí, charlando todavía, felices, con una luz que no venía de las luces del local sino de ellas. Una alegría que se nos pegó sin permiso y que nos acompañó hasta el hotel, como si hubiéramos presenciado algo mágico.

Y sí. A veces, sin que lo busquemos, una sonrisa ajena puede alegrarnos el momento, y acompañarnos en un recuerdo para siempre.


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