Era el año 2012 en Buenos Aires, cuando los pesos todavía significaban algo y las ventanas de los restaurantes de Puerto Madero eran como pantallas de televisión para los que caminaban por la vereda frente al rio.
Cada noche, después de las ocho, cuando las luces amarillas se encendían detrás de los cristales empañados, el pibe aparecía. Siempre el mismo horario, siempre el mismo ritual. Se plantaba frente al Puerto Cristal —ese restaurante donde los ejecutivos celebraban sus ascensos con vinos que costaban más que un alquiler— y se quedaba ahí, quieto como un semáforo.
No mendigaba. Eso lo habría hecho vulgar, previsible. Simplemente miraba. Miraba como quien ve una película que nunca va a poder ver: los mozos de corbata deslizándose entre las mesas, los platos que llegaban humeantes, las copas que se alzaban en brindis que él imaginaba como grandes logros: Tener una nueva casa, tener un sandwich, estudiar.
La mochila Jansport azul —regalo de algún familiar en épocas mejores— se le escurría del hombro derecho. Llevaba libros de la escuela, se notaba que trataba de seguir estudiando. Pero lel llamaba la atención lo que veía como el propio paraíso, desde la ventana del restaurante. Mientras miraba, el estómago le hacía ruidos que se mezclaban con el murmullo del viento sobre el rio.
Una noche de verano en ese febrero, el cocinero salió a tomar un poco de aire escapando de una cocina que era sucursal del propio infierno. No era el chef —ese señor importante que aparecía en las revistas—, sino Raúl, el que trabajaba en la parrilla desde las cinco de la tarde hasta que el último cliente se fuera con su taxi.
Raúl tenía cuarenta y pico, manos dañadas por años de aceite hirviendo, y esa mirada que tienen los que vivieron mucho. Cosas buenas y malas. Había llegado de Tucumán en el '85, cuando Buenos Aires todavía prometía cosas.
—¿Tenés hambre, pibe?
La pregunta se colgó en el aire como el humo del cigarrillo que fumaba a un costado de la puerta. El chico levantó la vista. Tenía ojos grandes, mas grandes en su cara flaca, y por un segundo Raúl se vio a sí mismo treinta años atrás, parado en otra vereda, aún con sueños por cumplir. El chico estaba mudo, y lo miraba.
—¿Querés aprender a cocinar?
El pibe no dijo que sí. Tampoco dijo que no. Pero sonrió y siguió a Raúl hasta la cocina, donde el vapor de las ollas creaba una niebla que parecían las nubes de un cielo apenas vislumbrado.
Le dio un delantal gastado, de esos que ya no son blancos de tantas manchas, pero chiquito, ajustado para él. Quien sabe de donde los sacó y para qué lo tenían. Luego Raúl se puso nuevamente su propio delantal, que se había sacado para ir a fumar a la puerta. Un delantal que había conocido miles de salpicaduras, que había sido testigo de cenas perfectas y desastres culinarios.
Raúl por supuesto no le pagaba. Le enseñaba. Una diferencia mas que interesante. Y de lo que cocinaban juntos, siempre una parte era para él, para cenar. Y otra para llevar.
Día tras día, el pibe —que se llamaba Emiliano pero todos le decían Emi— aprendió que la cebolla se pica despacio, que el huevo se bate con paciencia, la cocina requiere dedicación y mucha atención y bastante amor.
En la cocina del restaurante, entre el vapor y el aceite, Emiliano se fue convirtiendo en otra persona. Aprendió a ser útil, aprendió a trabajar, a creer. Pronto lo contrataron como 'pinche de cocina', apenas tuvo edad suficiente. Para ese momento, ya era un cocinero en todo derecho.
Pasaron los años. Buenos Aires cambió de moneda, de presidente, de esperanzas. Pero Puerto Cristal siguió pegado al rio, y Emiliano también siguió ahí. Fue mozo, atendió en la caja, hizo limpieza, estaba adonde hacía falta una vez que terminó la escuela. Pero siempre lo que más le gustaba era trabajar en la cocina
Hoy, en 2025, tiene veinticuatro años y es el chef principal. Sus manos son firmes cuando corta finito, sus ojos ya no se agrandan cuando ve comida, ni lloran al picar cebollas. Pero todos los jueves, sin falta, prepara un plato especial.
"Degustación de la ventana", dice el menú. Es un guiso simple, con los ingredientes que más comía de chico: papas, cebolla, un poco de carne cuando había suerte.
Y cada vez que alguien lo elige, Emiliano sonríe de esa manera que tienen los que saben reconocer a otro que tambien la pasó mal.
—Ese plato tiene algo que ningún otro lleva —le dice a quien quiera escuchar—: hambre de cambiar la vida.
Porque en Buenos Aires, en cualquier año, las ventanas todavía pueden ser puertas a un sueño de progresar.
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