viernes, 24 de agosto de 2018

Convicción


Seguía sin estar seguro.
Ella lo había dejado hacía días, semanas ya. Desde un tiempo antes, ella ya no admiraba su naturaleza bohemia, sus cuentos, sus historias ya no le despertaban emoción. Ya bastante antes de terminar que no salían a caminar por calles empedradas de San Telmo, o por veredas iluminadas por la luna a pasear mientras recitaban poemas y canciones.
Ella, aún hoy, era su musa: no podía pensar más que en escribir contándola, retratándola, sintiéndola en cada palabra.
La vida era un vacío sin ella, que se había ido sin explicación, excusa o despedida alguna.
Estaba seguro que era por otro: Ella tan sexy, tan inteligente, tan hermosa, siempre deseaba lo caro, lo elegante, sentirse admirada, las fiestas y la fama. La imaginaba con su vestido rojo escotado, sus bellas piernas, en un coctail, del brazo de un empresario o de un importante productor de cine. Le había preguntado. Ella no respondía ni sus llamados ni sus mensajes.
Sin ella la vida no tenía sentido, ni olvido, porque todo se la recordaba. Cada momento, cada lugar.
Atardecía ya, otro día sin vida. La melancolía lo llevó a caminar las mismas calles que recordaba recorrer juntos. Las calles de casas viejas de San Telmo, pasillos oscuros y lóbregas bohardillas que habían sobrevivido a la urbanización y a la modernidad.
Se apartó para dejar pasar un par de hombres que salían de un pasillo triste y de descascarada pintura gris, un hombre claramente acaudalado que felicitaba a otro por su arte mientras tomaba un cuadro de sus manos, el otro que le contestaba que no era el artista sino la musa. Y la vio —por supuesto—, en el cuadro: sus ojos, su vestido, su lunar característico, su mirada de perfil y su picara media sonrisa ladeada, para la que no alcanzaban las palabras para describirla.





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