viernes, 24 de mayo de 2019

Bruma




Era un tiempo de disfrutar cada momento de libertad, sin saber que no tomar decisiones es la mayor libertad que se puede permitir alguna gente.
Fue durante el servicio militar en que estuve destacado en la Escuela Naval, situada en una isla perdida en medio del rio, lugar ignoto entre Berisso y La Plata que limitaba de orilla a orilla con los astilleros de Rio Santiago. Isla rodeada de agua, aburrimiento, oficiales y mosquitos.
Y de órdenes ladradas educadamente por perros de pocas pulgas.
Tengo la imagen de ese amanecer sin recordar sí era otoño, invierno o verano. Sé que era promediando el tiempo de servicio, así que digamos en pro del relato que era principios de primavera. El amanecer me sorprendió plenamente atento, agazapado en la cima de la colina que formaba la pared trasera del polígono de tiro.
Lugar práctico para apostarse al crepúsculo para evitar los sorpresivos y simulados  ataques a los puestos de vigilancia que la guardia de respuesta inmediata hacía una noche sí, y otra también, para detectar a los que nos quedábamos dormidos en el puesto. Caso que se castigaba sin contemplación ni extrema dureza, dando por hecho que a cualquiera le pasaba. El trabajo propio de la guardia de la noche. Sin malintención, sólo su trabajo, incluso yo mismo formé parte de la respuesta inmediata unos meses después.
Pero no esa noche, en que había dormido unas pocas horas tras el rancho de la cena  y me habían despertado carrera mar para el turno que me correspondía de 4 a 8 a.m. Turnos de 4 horas, dos veces al día, dos días por rotación, y nuevo cambio de horario. Si había suerte, con franco entre rotaciones.
Esa noche, o ya digamos prontos al amanecer dado que me demoré en llegar a este punto, estaba atento escuchando desde mi puesto los ruidos nocturnos y viendo como el propio cielo demasiado lleno de estrellas en ese lugar alejado de mayor civilización daba una claridad demasiado fría y dura para quedarse al descampado adonde pudieran verme; sobre todo habiendo gastado el recurso de ocultarme en un bosquecito cercano la semana anterior, por lo cual buscaba un punto de vigilancia desde el que no pudiera ser yo mismo fácilmente descubierto. ¿Infantil? ¡por supuesto!, eramos jóvenes de 19 años de los de antes, algunos demasiado hombres, otros demasiado niños; algunos de ilusiones rotas desde su nacimiento y  muchos sin noción todavía de la vida que se nos iba a venir encima llevándose los sueños que en ese momento parecían tan cercanos y reales.
Así que el amanecer me descubrió trepado a la cima de la colina artificial, en el punto más alto del lugar, el más ventajoso para ver en cualquier dirección, y el más sencillamente divisable. Aunque tirado cuerpo a tierra, con la capa impermeable separándome del rocío del piso, vestido de camuflado y con unos pastos y unas piedras aliados, la cosa cambiaba rápidamente a mi favor.
Pronto todas esas consideraciones iban a ser borrada de un plumazo —aunque nunca vi una pluma que borrara— y el escenario iba a cambiar oponiendo una nueva realidad.
Salía el sol, el frío de la noche se alejaba entre brumas que se formaron de pronto y sin aviso bajo mis ojos, un mar de nubes que se arrastraron aferrándose a las paredes del polígono, treparon la base de la montaña, sumergieron en segundos la caseta de guardia y escondieron el bosque en un manto blanco y gris previo al amanecer que cambiaba el negro noche por la sugerencia de colores que todavía no existían, un instante de creación y de preguntas.
De frente al Este, de cara adonde antes hubo un bosque y ahora no había nada. Nada más que bruma y esa sensación de ausencia que guiaba mis pensamientos a unos ojos en ese tiempo tan cercanos en sentimiento y lejanos en distancia.
Y el rayo de sol, el amanecer en su expresión más pura surgiendo en color antes que en luz, iluminando en los primeros albores rosas desde debajo de la bruma con un resplandor que deseaba convertirse en día; un color que crecía para convertirse en un incendio de rojos y oros a contraluz con las ramas negras del bosque apenas perfilado que salía a flote entre llamas y misterio cuán una flota hundida que como reflejo de lo que fue, se asoma en la superficie.
Esos momentos mágicos que quedan grabados en la memoria, en la retina y en el corazón, en que uno puede ver, entender y sentir en armonía de la mente y los sentimientos.
Un nuevo amanecer.




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