Después de perder a su hijo al nacer, Laura y Andrés decidieron mudarse. La casa anterior era un lugar muerto, un recordatorio que dolía con sólo abrir los ojos. Eligieron una vivienda en un barrio tranquilo, con paredes recién pintadas y la falsa promesa de un nuevo comienzo.
La primera noche encendieron la vieja estufa del dormitorio. El calor se extendió despacio mientras se acostaban, cansados, sin ganas de hablar. Laura abrazó la almohada como si pudiera sostenerla; Andrés se quedó mirando el techo, sintiendo el vacio.
Entonces lo escucharon: un ruido leve, casi un suspiro de niño, de algo que caía abajo de la cama.
Andrés se inclinó con cuidado. Al meter la mano, sintió la aspereza del papel. Era una hoja pequeña, doblada varias veces, amarillenta en los bordes, como si llevara años ahí escondida. La abrió con las manos temblando.
La letra era infantil, desprolija, escrita a las apuradas: "Papá, mamá... revisen la llave. Pierde gas."
En ese instante, la llama de la estufa titiló, se encogió y se apagó.
Laura tomó la nota. En la esquina, con la misma letra insegura, había una firma que nunca habían llegado a conocer: "Su hijo que los cuida. Mateo."
El olor a gas empezó a invadir la habitación. Dulce. Espeso. Como una canción de cuna envenenada.

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