Los domingos en San Telmo, entre los puestos de antigüedades y los bailarines de tango callejero, un dia apareció un hombre que vendía pedazos de espejos rotos, rajados.
Julian había llegado una madrugada de marzo, instalando su puesto bajo los plátanos de la Plaza Dorrego. Los vecinos lo notaron inmediatamente: no por su aspecto —barba gris, ojos cansados, manos manchadas de pegamento—, sino porque sus espejos parecían reflejar cosas extrañas.
El primer indicio fue con doña Mercedes, la señora del puesto de empanadas.
—¿Cuánto por ese espejito? —preguntó, señalando uno triangular con una grieta en zigzag.
—No es para vos —dijo Julian, sin levantar la vista—. Te mostraría algo que no querés ver.
Mercedes insistió. Pagó los mil pesos y se llevó el espejo.
Al día siguiente volvió, pálida como papel.
—¿Qué me hiciste? —susurró—. Vi a mi hermana. La que murió hace diez años. Pero... estaba viva. Tenía arrugas que nunca tuvo. Me sonreía desde una mesa de Navidad que nunca llegamos a compartir, estaba mi nieto.
Julian asintió despacio.
—Algunos espejos muestran los caminos que el tiempo no tomó. Otros los que puede tomar.
La noticia se esparció poco a poco, entre susurros. Cada domingo, el puesto de Julian se llenaba de curiosos, escépticos y desesperados.
Una adolescente compró un espejo ovalado y vio su propia boda con un chico de su clase que ni siquiera sabía que existía. Una mujer de mediana edad se llevó uno rectangular y contempló preocupada cómo su hija de ocho años mostraba tener cuarenta y la culpaba por decisiones que aún no había tomado.
Pero la historia que cambió todo fue la de Lucía.
Era una chica de veinte años que estudiaba filosofía. Llegó al puesto un domingo lluvioso, cuando había menos gente.
—¿Realmente funcionan? —preguntó, tocando un espejo circular con por una fisura casi imperceptible que lo atravesaba como un río.
—Depende de lo que estés buscando —respondió Julian—. Algunos buscan certeza. Otros, perdón.
—Yo busco... dirección. No sé qué hacer con mi vida.
Julian la estudió con cuidado. Luego sacó de una caja de madera un espejo entero, que parecía normal salvo una estrella de grietas en el centro.
—Este te va a doler —advirtió—. Pero también te va a servir.
Lucía lo compró sin dudar.
Esa noche, en su departamento de San Cristóbal se miró en el espejo roto. Primero vio su reflejo normal. Luego, la grieta comenzó a brillar con una luz azulada iluminando fragmentos uno tras otro.
Se vio a los treinta, convertida en una escritora famosa, pero sola y amargada. Se vio a los cuarenta como una madre feliz en Mendoza, rodeada de hijos que nunca conocería si seguía su plan actual. Se vio a los sesenta como una profesora querida, inspirando a estudiantes en aulas que aún no existían.
Pero lo que más la impactó fue verse a los ochenta años, en ese mismo departamento, rodeada de libros y fotos, sonriendo a una versión joven de sí misma que la miraba desde el espejo.
—Elegí lo que te haga feliz en cada momento —sintió que decía su yo anciana—. Los caminos se bifurcan, pero todos llevan a donde necesitás estar.
El espejo se apagó.
Al domingo siguiente, Lucía volvió al puesto. Quería agradecer a Julian, pero el lugar estaba vacío. En el suelo, solo quedaba un pequeño cartel pintado en metal que decía: "El tiempo no es una línea. Es un espejo roto. Cada fragmento refleja una posibilidad. La magia (el arte) está en elegir qué pedazo mirar."
Lucía levantó la placa. Debajo había una nota escrita a mono de forma apresurada:
"Los espejos del tiempo solo funcionan para quienes están listos para cambiar su presente. Mi trabajo aquí terminó. Los fragmentos que quedan en la ciudad encontrarán a quienes los necesiten. —J."
Desde entonces, cada tanto aparecen en San Telmo espejos rotos en lugares inesperados: en el marco de una ventana, entre servilletas de una mesa de café, entre libros viejos de una librería.
Los lugareños han aprendido a reconocerlos: brillan ligeramente al tocarlos, y si alguien se anoma a mirarse, puede ver no solo quién es, sino quién podría llegar a ser.
Con el tiempo se descubrieron reglas para usarlos, por ejemplo: solo podés usar uno de ellos, sólo una vez, por año.
Porque el futuro, como el vidrio, es frágil y mirarlo demasiado seguido... puede quebrarte.
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