martes, 3 de mayo de 2016

El cuadro maldito




Hace algunos años, en los '50, o en los '60, se hizo común tener una lámina de un cuadro de un niño de ojos llorosos y mirada desesperanzada. Probablemente la hayas visto. Seguramente ahora la recuerdes. Muchas personas la recuerdan o recordarán justo en el momento de su muerte.

Bruno caminaba por las calles de Buenos Aires buscando inspiración. Recorría las rectas y estrechas calles del casco urbano casi sin ver, preocupado por sus cada vez más acuciantes deudas. No lograba vender sus cuadros, no había espacio para su arte. Había vendido todo y abandonado su Venecia natal en busca de la oportunidad del triunfo, escapando de la postguerra a la tierra de oportunidades que contaban, y se había dedicado de lleno a su obra pintando sin descanso en la húmeda buhardilla que había podido alquilar, pero sus reservas de dinero se esfumaban. Con entusiasmo había pintado paisajes y escenas de la vida en Buenos Aires, tan iguales y tan distintos a los de su propio país. Había invertido en una exposición de sus trabajos en el Círculo Italiano de Buenos Aires que resultó un fracaso, y perdió gran parte del dinero que tenía en el alquiler de instalaciones y promoción. 
Su novia Dina lo había dejado por un empresario griego que quería fabricar turrones con una receta casera griega en plena city porteña, y estuvo meses sin poder crear nada, solamente contemplando el último retrato que  había hecho de ella, una carbonilla. Al fin decidió difuminar su sonrisa con un papel, no podía ver sonrisas estando él tan triste.
Con esos pensamientos en la mente pasó caminando frente a  la Basílica de Nuestra Señora de la Merced, y decidió entrar. El silencio del claustro le proporcionaba la quietud del alma que había perdido. En la tenue semioscuridad de los vitrales de la ventana en forma de flor central, se dibujaban colores entre los bancos. Se sentó, y se puso a observar los dibujos de la luz cambiante en el atardecer, que reflejaban todavía los daños de un incendio, pese a que el nártex había sido recientemente restaurado. De pronto una hendija de luz atravezó el atrio, y levantado la vista descubrió la puerta lateral entreabierta. Se acercó, daba a un patio contiguo al convento, en el que una orden de monjas tenía un hogar para huérfanas. movido por un impulso se asomó y vió a las niñas jugando en el patio, felices habiendo encontrado un hogar, cada una con una sonrisa mientras jugaban en las últimas horas de la tarde. Sintió la mirada más que verla: aferrado a la reja, un niño vagabundo de ojos tristes miraba los juegos, pequeño, pero con una mirada antigua veía la felicidad a la que no podía acceder. los ojos se ahondaban en una tristeza infinita, mientras los nudillos se ponían blancos de sujetar las rejas. 
Bruno recibió la inspiración de pronto, corrió más que caminó a su atelier, y tomando un lienzo en blanco empezó a dibujar rápidamente, tratando de tomar la expresión de tristeza de esa mirada. Pinto hasta que no quedaba luz, encendió un farol y continúo dibujando atrayendo la oscuridad de la noche al cuadro, a la mirada, a la expresión que poco a poco se iba completando hasta que le pareció ver nuevamente al niño en el cuadro. Había empezado siendo una expresión de ternura, pero al rato de mirarlo notaba algo más, una furia contenida en sus propios trazos. No supo cuando había dibujado las lágrimas.
A la mañana siguiente el cuadro estaba terminado, pero no sentía cansancio o sueño. Salió a caminar pero esta vez sabiendo lo que buscaba, una idea surgiendo de su mente. Caminó buscando en las calles pequeños vagabundos, buscando esa expresión en sus caras que contaba una historia que él anhelaba contar, pintándola.
Hizo varios cuadros, casi treinta en una serie que hablaba de abandono y tristeza, pero ninguno como el primero. Fueron sin duda los lienzos más expresivos que había llegado a pintar jamás. Llamó a sus contactos y fue mostrando las pinturas a cada uno de las personas con cierta influencia que conocía hasta que uno le ofreció costear una nueva exposición. Se realizó al poco tiempo y se vendieron muchos de los cuadros, casi la colección completa, aunque no el primero. Todos los compradores lo pidieron, e incluso varios llegaron a ofrecer un muy buen precio, pero Bruno tenía otra idea. Al terminar la exposición lo llevó y lo donó a un orfanato para niños, contándole al director su historia. Ambos buscaron y encontraron al niño que había sido el modelo involuntario del cuadro, alojándolo en el propio orfanato. Nunca sonreía.
Bruno siguió pintando, pero nunca volvió a pintar sonrisas. Ni logró el éxito soñado, aunque su serie de Los niños llorones se hizo muy conocida.
Fue poco tiempo después durante una crisis económica, cuando el orfanato necesitaba fondos, que el director recordó lo comentado por el pintor sobre los valores que habían ofrecido por el cuadro y mandó realizar láminas del mismo para venderlas. Finalmente decidió vender el propio cuadro que colgaba solo, en una pared del comedor del orfanato, justo frente a la puerta de entrada. Los que llegaban veían esos ojos tristes y parecía que el cuadro  les transmitía parte de su dolor, porque todos quedaban afectados. Pero la necesidad era grande, era el momento que el niño de ojos llorosos se fuera del orfanato.
Habló con unos conocidos, y arregló la venta. 
Esa noche el orfanato se incendió. Las llamas iluminaron la noche porteña, subían altas devorando todo a su paso. No se salvó ningún huérfano, todos murieron quemados. Al cadáver medio quemado del director se lo encontró en su propia cama, medio cuerpo carbonizado y los ojos desorbitados por el terror, medio quemado porque su habitación era contigua al comedor, y en este una pared había resultado intacta, salvándose y protegiendo a parte del dormitorio del fuego. Era la pared del cuadro, que no había sufrido ningún daño.
No se salvaron los registros del hogar para niños, por lo que no se pudo saber que había pasado con el huérfano, pero su mirada se conservó en el cuadro. Muchos creen que su dolor y su alma también.
Dicen que el cuadro original fue pasando por varias casas, casualmente casas en las que vivían niños pequeños, casas cuyos ocupantes  sufrieron importantes accidentes y en la casi todos los casos incendios más o menos graves en las propias viviendas, siempre con muertes. Del fuego muchas veces sólo era posible recuperar el cuadro. Siempre era posible recuperar el cuadro. 

Cuentan que también ocurría con algunas láminas. O puede que esto sea mentira, pero fue así que muchas terminaron en viejos altillos, el cuadro abandonado, como un huérfano. 
Del cuadro original, no se sabe nada.

Dicen las historias que a Bruno Amadio aún se le ve vagar por las viejas calles de Buenos Aires que conservan empedrado, en el viejo casco colonial mascullando cosas para sí mismo, la mirada pérdida en sus ojos tristes y sin lágrimas. Los fantasmas no lloran.




Leyendas urbanas en Buenos Aires

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