martes, 23 de septiembre de 2025

Fragmentos de tiempo

 


Los domingos en San Telmo, entre los puestos de antigüedades y los bailarines de tango callejero, un dia apareció un hombre que vendía pedazos de espejos rotos, rajados. 

Julian había llegado una madrugada de marzo, instalando su puesto bajo los plátanos de la Plaza Dorrego. Los vecinos lo notaron inmediatamente: no por su aspecto —barba gris, ojos cansados, manos manchadas de pegamento—, sino porque sus espejos parecían reflejar cosas extrañas.

El primer indicio fue con doña Mercedes, la señora del puesto de empanadas.

—¿Cuánto por ese espejito? —preguntó, señalando uno triangular con una grieta en zigzag.

—No es para vos —dijo Julian, sin levantar la vista—. Te mostraría algo que no querés ver.

Mercedes insistió. Pagó los mil pesos y se llevó el espejo.

Al día siguiente volvió, pálida como papel.

—¿Qué me hiciste? —susurró—. Vi a mi hermana. La que murió hace diez años. Pero... estaba viva. Tenía arrugas que nunca tuvo. Me sonreía desde una mesa de Navidad que nunca llegamos a compartir, estaba mi nieto.

Julian asintió despacio.

—Algunos espejos muestran los caminos que el tiempo no tomó. Otros los que puede tomar.

La noticia se esparció poco a poco, entre susurros. Cada domingo, el puesto de Julian se llenaba de curiosos, escépticos y desesperados.

Una adolescente compró un espejo ovalado y vio su propia boda con un chico de su clase que ni siquiera sabía que existía. Una mujer de mediana edad se llevó uno rectangular y contempló preocupada cómo su hija de ocho años mostraba tener cuarenta y la culpaba por decisiones que aún no había tomado.

Pero la historia que cambió todo fue la de Lucía.

Era una chica de veinte años que estudiaba filosofía. Llegó al puesto un domingo lluvioso, cuando había menos gente.

—¿Realmente funcionan? —preguntó, tocando un espejo circular con por una fisura casi imperceptible que lo atravesaba como un río. 

—Depende de lo que estés buscando —respondió Julian—. Algunos buscan certeza. Otros, perdón.

—Yo busco... dirección. No sé qué hacer con mi vida.

Julian la estudió con cuidado. Luego sacó de una caja de madera un espejo entero, que parecía normal salvo una estrella de grietas en el centro.

—Este te va a doler —advirtió—. Pero también te va a servir.

Lucía lo compró sin dudar.

Esa noche, en su departamento de San Cristóbal se miró en el espejo roto. Primero vio su reflejo normal. Luego, la grieta comenzó a brillar con una luz azulada iluminando fragmentos uno tras otro.

Se vio a los treinta, convertida en una escritora famosa, pero sola y amargada. Se vio a los cuarenta como una madre feliz en Mendoza, rodeada de hijos que nunca conocería si seguía su plan actual. Se vio a los sesenta como una profesora querida, inspirando a estudiantes en aulas que aún no existían.

Pero lo que más la impactó fue verse a los ochenta años, en ese mismo departamento, rodeada de libros y fotos, sonriendo a una versión joven de sí misma que la miraba desde el espejo.

—Elegí lo que te haga feliz en cada momento —sintió que decía su yo anciana—. Los caminos se bifurcan, pero todos llevan a donde necesitás estar.

El espejo se apagó.

Al domingo siguiente, Lucía volvió al puesto. Quería agradecer a Julian, pero el lugar estaba vacío. En el suelo, solo quedaba un pequeño cartel pintado en metal que decía: "El tiempo no es una línea. Es un espejo roto. Cada fragmento refleja una posibilidad. La magia (el arte) está en elegir qué pedazo mirar."

Lucía levantó la placa. Debajo había una nota escrita a mono de forma apresurada:

"Los espejos del tiempo solo funcionan para quienes están listos para cambiar su presente. Mi trabajo aquí terminó. Los fragmentos que quedan en la ciudad encontrarán a quienes los necesiten. —J."

Desde entonces, cada tanto aparecen en San Telmo espejos rotos en lugares inesperados: en el marco de una ventana, entre servilletas de una mesa de café, entre libros viejos de una librería.

Los lugareños han aprendido a reconocerlos: brillan ligeramente al tocarlos, y si alguien se anoma a mirarse, puede ver no solo quién es, sino quién podría llegar a ser.

Con el tiempo se descubrieron reglas para usarlos, por ejemplo: solo podés usar uno de ellos, sólo una vez, por año.

Porque el futuro, como el vidrio, es frágil y mirarlo demasiado seguido... puede quebrarte.




viernes, 19 de septiembre de 2025

El Misterio del Majestic of the Stars

 


Jennifer Miller desapareció en su luna de miel y el caso fue un misterio. Veinte años atrás, Jennifer Miller de Hagel y su reciente esposo emprendieron uno de los viajes más esperados por cualquier pareja, su luna de miel. Embarcó junto a su esposo, George Hagel en un crucero internacional en un camarote de lujo, espacioso y con balcón, sin saber la tragedia que ocurriría después. Hasta hoy, su desaparición generó controversia incluso con la intervención del FBI.
La familia de Jennifer buscó justicia y respuestas sobre lo que realmente ocurrió aquella noche en alta mar, durante una gran tormenta,  mientras la incertidumbre y el dolor persisten tras el cierre oficial del caso. "De alguna manera, haremos justicia para Jennifer. Alguien hablará. Y qué vergüenza para quienes no lo hagan. Qué vergüenza para quienes nos han hecho pasar por este infierno", destacaron desde el entorno.
El misterioso viaje de Jennifer Miller
El 5 de julio de 2014, el Majestic of the Stars de Caribbean Crown navegaba cerca de San Juan, Puerto Rico, cuando Carola una pasajera española de 16 años que viajaba con sus padres fotografió una pequeña mancha de sangre en el dosel de un bote salvavidas justo a la altura del camarote de Jennifer Miller. Poco después, y advertidos por los padres de la adolescente, la tripulación descubrió la ausencia de la mujer de 24 años quien no se encontraba en su camarote ni en ninguna otra parte del barco.
La noche de la desaparición, los recién casados compartieron bebidas y juegos en el casino del crucero junto a otras parejas y un grupo de jóvenes: Marcus Foster, estudiante universitario de California, los primos Daniel y Kevin Peterson y su amiga Helen Hoffman, todos de origen alemán-estadounidense.
Las cámaras de seguridad captaron a la pareja en el casino, mientras testigos recordaron que ambos presentaban signos de ebriedad al terminar la noche. Posteriormente, el grupo se dirigió a la discoteca, donde la cercanía se elevó considerablemente debido al alcohol.
Según lo declarado por el abogado Albert Dayan, representante de Hoffman, se produjo una fuerte discusión entre George y Jennifer que terminó con la salida abrupta de ella hacia la discoteca y según algunos comentarios de gente de la tripulación, lo hizo acompañada por el gerente del casino Lloyd Santos. No obstante, investigaciones posteriores y los registros del barco, citados por el abogado Mike Jones, desmintieron esta versión ya que se puede ver que Santos en realidad sí bien salió casi al mismo tiempo, ingresó a la cabina de su novia camarera a las 3:25 AM, cuando Jennifer caminaba por los pasillos en dirección a la discoteca.
También se puede ver como apenas 27 minutos después, los jóvenes ayudaron a Jennifer que se mantenía de pie con dificultad a regresar a su camarote, donde George no se encontraba. El grupo declaró a la policía de Estados Unidos que, tras dejarla en la habitación, no volvieron a verla.
Sin embargo el testigo Clete Hyman, subjefe de policía que estaba de vacaciones en el crucero, aseguró que escuchó gritos en el camarote poco después de las cuatro de la mañana, seguidos de ruidos violentos y un golpe seco, que cree que corresponde al momento en que Jennifer cayó por la borda.
Greg y Pat Lawyer también oyeron sonidos de forcejeo y muebles moviéndose, que los despertaron mientras dormían en la habitación contigua. En tanto, George fue hallado desmayado en un pasillo del barco alrededor de las 4:30 AM, ebrio, sin recordar los acontecimientos posteriores a su salida del casino. En declaraciones públicas, George Hagel afirmó: "No solo me molestó y asustó perder la memoria, sino que nadie me crea. No sé qué pasó", ya que por supuesto fue el primer sospechoso tras conocerse la desaparición.
El capitán del barco sugirió como primera hipótesis un accidente teorizando que Jennifer, bajo los efectos del alcohol, pudo haber salido al balcón de su camarote, caído desde la barandilla por el movimiento que provocaba la tormenta y haberse golpeado contra el bote salvavidas que estaba amarrado inmediatamente debajo. Sin embargo, esta explicación fue rechazada por la familia, que consideró la presencia de sangre en la habitación y los testimonios sobre una pelea como indicios de un posible crimen. Sarah Miller, hermana de la víctima, subrayó: "La sangre es una prueba contundente. Había sangre en la habitación".
Como detalle macabro, al revisar la policía la habitación de la víctima descubrieron que la sangre coincidía con la de Jennifer. También encontraron un dedo que había rodado debajo de un armario, que la seguridad del buque no había encontrado. 
El FBI inició una investigación, que se prolongó durante casi una década y acumuló casi 100.000 páginas de documentos. Los cuatro jóvenes que acompañaron a Jennifer la última noche se convirtieron en el eje de la indagación. Durante los interrogatorios realizados por el abogado Mike Jones, tanto Marcus Foster como Daniel Peterson invocaron su derecho a no autoincriminarse y se negaron a responder incluso preguntas básicas.
Helen Hoffman declaró no recordar detalles claves, mientras que Kevin Peterson, entrevistado en prisión por robo y agresión en 2019, negó cualquier implicación: "Asesinar es otra cosa, amigo. No me apetece matar a nadie".           
El grupo sostuvo como coartada que, tras dejar a Jennifer en su camarote, permanecieron en la habitación de Daniel y Kevin pidiendo comida al servicio de habitaciones. Sin embargo, los registros del barco obtenidos por Jones en 2019 demostraron que no hubo constancia de que se entregara algún pedido: "La información que recibimos de Caribbean Crown prácticamente echó a perder la coartada sobre el servicio de habitaciones. O alguien más miente", afirmó Jones.
El FBI realizó pruebas de polígrafo a George y al gerente del casino, cuyo resultado fue satisfactorio, mientras que los jóvenes permanecieron bajo sospecha. Un video grabado por algunos de ellos horas después de la desaparición, descrito por Jones como "ridículamente provocativo", incrementó las dudas sobre su implicación.
Quienes acompañaron a Jennifer Miller en la noche fatal, volvieron a estar en el centro de la polémica tras la aparición de una grabación. El material, bajo custodia del FBI, captura a los implicados mientras discuten la muerte de manera inquietante, según Mike Jones, quien considera que la grabación podría aportar elementos claves para esclarecer los hechos.           
El comportamiento de los cuatro jóvenes ha sido objeto de estudio desde el principio. Documentos del crucero muestran antecedentes de mala conducta por parte de algunos miembros del grupo, que incluyeron consumo de alcohol de contrabando y agresiones verbales al personal, así como conducta impropia en lugares comunes.
Dos días después de la desaparición, una pasajera de 18 años denunció un intento de agresión en la habitación de los jóvenes y señaló a Kevin y Daniel Peterson y a Helen Hoffman como responsables. Albert Dayan, abogado de Hoffman, defendió que la relación fue consensuada y que la grabación lo demostraba, mientras Keith Greer, representante de Marcus Foster, aseguró que su cliente no participó en el acto y que ya se había retirado a descansar esa noche y que la joven se aprovechó del resto. Marcus no aparece en los videos.
Según Mike Jones, en una filmación realizada horas después de la caída de Jennifer, los jóvenes aparecen durante un almuerzo e incluyen comentarios sarcásticos y crueles sobre la muerte de su compañera, llegando a bromear acerca de su dinero.
Una fuente cercana a la investigación reveló que en la cinta, Helen Hoffman menciona que "saltó en paracaídas desde su balcón", una frase que, aunque no constituye confesión, resulta provocadora. El video concluye con Kevin Peterson realizando un gesto de pandillero y diciendo obscenidades.
La hipótesis de Mike Jones señala un posible intento de robo como motivo del incidente, basado en la percepción de que los recién casados tenían una suma considerable de dinero y objetos de valor en la cabina.
Jones considera que una discusión sobre el dinero desencadenó una pelea, lo que explicaría tanto que los demás conocieran la posibilidad económica de la pareja, así como la presencia de sangre en las sábanas y los ruidos reportados por testigos en habitaciones contiguas. Sin embargo, el abogado de Marcus Foster descarta esta explicación y según su cliente atribuye los hechos al consumo excesivo de alcohol durante la noche y el viaje.
El caso atrajo la atención internacional y fue objeto de una amplia cobertura que documentó las contradicciones, la frustración de la familia y la falta de respuestas claras. Declaraciones públicas, como las de George Hagel en varios canales de la televisión, contribuyeron a mantener el caso en el foco mediático.
George Hagel volvió a casarse en 2019 y tiene dos hijos con su nueva esposa.
La llegada de la inspectora Pinkerton
En enero de 2024, tras casi diez años de interrogantes, el FBI anunció el cierre del caso por falta de pruebas concluyentes. Sarah Miller leyó la declaración oficial con lágrimas en los ojos. Sin embargo, la familia Miller no se rindió.
Dos años después, en 2027, los padres de Jennifer contrataron a la inspectora privada Angela Pinkerton, con reputación de poder resolver casos imposibles. Pinkerton había desarrollado métodos poco convencionales que combinaban investigación tradicional con tecnologías avanzadas.
"No acepto casos perdidos", le dijo Pinkerton a la familia Miller en su primera reunión. "Solo acepto casos que nadie más puede resolver."
Durante meses, Pinkerton revisó cada documento, cada testimonio, cada fragmento de evidencia. Se concentró al principio en algo que todos habían pasado por alto: las fotografías de la mancha de sangre tomadas por la pasajera de 16 años.
En marzo de 2027, y mientras analizaba por enésima vez las fotografías de la mancha de sangre, Pinkerton notó algo que había pasado desapercibido: en el reflejo del cristal de una ventana del barco, visible en una de las fotos, aparecía una figura que no correspondía con ninguna de las personas presentes en cubierta.
Para detectar quien pudiera ser esta persona Angela mandó a analizar una muestra de la sangre que había estado en posesión del FBI en busca de posibles coincidencias con alguna persona de la tripulación o del pasaje, pero la sangre era de la propia Jennifer. Lo que sorprendió a la investigadora fue cuando algunos científicos que analizaron la muestra descubrieron también una sustancia desconocida que resultó ser ectoplasma cristalizado. Investigó. En algunos escritos científicos descubrió que este compuesto era una manifestación física de energía dimensional. Pinkerton contactó con la Dra. Miriam Blackwood, a quien conocía de un extraño caso anterior, siendo Miriam una física teórica de la Universidad de Cambridge que había estado estudiando en secreto anomalías dimensionales.
"Esta sustancia sólo se forma cuando dos realidades se superponen", le explicó la doctora Blackwood. "Jennifer no desapareció de nuestro mundo. Se deslizó entre planos."
Siguiendo patrones electromagnéticos anómalos detectados esa noche por estaciones meteorológicas cercanas, Pinkerton descubrió que el área donde navegaba el Majestic of the Stars había experimentado un fenómeno conocido por los expertos como "tormenta dimensional", un suceso donde las barreras entre realidades paralelas se debilitan.
Los gritos y ruidos violentos que los testigos habían escuchado no fueron de una pelea, sino de Jennifer luchando contra la fuerza dimensional que la arrastraba hacia otra realidad. Los cuatro jóvenes habían presenciado el fenómeno, pero el trauma de ver algo imposible había fragmentado sus memorias.
Helen Hoffman, bajo hipnosis regresiva supervisada por Pinkerton, recordó que Jennifer había comenzado a volverse translúcida. "Se estaba desvaneciendo", sollozó durante la sesión. "Como si fuera un fantasma. Tratamos de agarrarla, pero nuestras manos la atravesaban. Luego algo la cortó, como una guillotina, y desapareció por completo"
Pinkerton contactó con el profesor Magnus Thorne, un ocultista y científico especializado en física dimensional de la Universidad de Edimburgo. Usando antiguos rituales combinados con tecnología cuántica moderna, establecieron que podrían crear un "puente dimensional" en las mismas coordenadas oceánicas.
En diciembre de 2027, durante una alineación planetaria especial que debilitó nuevamente las barreras dimensionales, Magnus Thorne contactó con Angela y emprendieron el viaje en el crucero. Los rituales fueron exitosos: Jennifer logró cruzar de regreso, emergiendo del océano exactamente en el mismo punto donde había desaparecido años antes.
Jennifer había estado viviendo en una dimensión espejo, donde todo era similar, aunque sutilmente diferente. Allí había vivido normalmente con su nueva familia, sin recordar los ocurrido esa noche en el barco. Amnesia por estrés postraumático. Nunca había podido explicarse qué había causado la falta de un pedazo de dedo.
"He vivido otra vida", fueron las primeras palabras de Jennifer al reunirse con su familia después de 13 años, y ya estando al tanto del suceso. "En un mundo donde todo era igual, pero ustedes no existían."
El FBI fue alertado por Angela, y al reaparecer Jennifer todos los implicados fueron exonerados completamente. Helen Hoffman decidió estudiar física cuántica, traumatizada pero fascinada por lo que ahora recordaba que había presenciado.
Jennifer trajo consigo conocimientos de tecnologías que en la dimensión espejo se habían desarrollado de manera diferente, convirtiéndose en consultora para proyectos científicos gubernamentales clasificados, junto a la Dra Blackwood.



Acompañante

 


Juan detuvo el camión en la estación de servicio. Dieciocho horas al volante, los párpados pesándole como plomo. Bajó a estirar las piernas, sintiendo cada músculo entumecido.

Al volver a subir, le comentó al playero por la ventanilla:

—Llevo horas manejando, hermano. Y me queda un largo trecho todavía.

El motor rugió al encenderse. El playero se acercó y gritó por sobre el ruido:

—¡Suerte jefe, al menos tiene a esa hermosa mujer en el asiento del acompañante que le ceba mates!

Juan sintió como si le hubieran echado agua helada por la espalda.

Él viajaba solo.

Sus manos se aferraron al volante. No se atrevió a mirar hacia el asiento de al lado. El sueño se le había esfumado por completo.

El camión se perdió en la oscuridad de la ruta, llevando a Juan... y a quien fuera que lo acompañaba en silencio.



(Gracias Juan por la idea para el cuento!)

martes, 16 de septiembre de 2025

El Cementerio de Puerto Lobos

 


Le habían hablado de un viejo cementerio abandonado a la orilla del mar en las inmediaciones de Puerto Lobos, y se fue hasta allí para escapar de sí mismo.

Hacía tres meses que no podía dormir. Las pesadillas lo perseguían cada vez que cerraba los ojos: Muchos dias se sentía perseguido, en otros perseguía él mismo a alguien. Un par de veces soñó una figura de mujer vestida de negro, con dos huecos donde deberían estar los ojos, que se acercaba a su cama susurrando su nombre. Siempre despertaba jadeando, empapado en sudor, con el eco de una voz fantasmal resonando en sus oídos. No dormia, se despertaba cada hora. Los médicos de Buenos Aires no encontraban explicación; los ansiolíticos no funcionaban. Solo el café y las aspirinas lo mantenían despierto, pero su cuerpo ya no resistía más el sueño.

Una amiga le había sugerido que se alejara de la ciudad, que buscara un lugar tranquilo donde descansar. "Andá a la Patagonia", le dijo, "el aire puro te va a hacer bien". Él sabía que no era el aire lo que necesitaba, sino respuestas. Y algo le decía que las encontraría en ese cementerio del que le había hablado un viejo pescador en el bar de Madryn, en el que había parado en el camino:

Había llegado a Puerto Madryn al atardecer, después de manejar todo el día sin parar. El cansancio le pesaba en los párpados, pero tenía miedo de dormir. Entró al primer bar que encontró abierto, un lugar sórdido con olor a fritanga y tabaco. Pidió un café doble y se sentó en un rincón, tratando de ignorar las miradas curiosas de los lugareños.

El pescador se acercó sin que él lo invitara. Era un hombre mayor, de barba gris y manos curtidas por el mar, con ojos que parecían haber visto demasiado. Se sentó frente a él sin ceremonia y le clavó una mirada penetrante.

—Vos no sos de acá —le dijo. No era una pregunta.

—No. Vengo de Buenos Aires.

—¿Y qué andás buscando tan lejos de casa?

Él dudó. No sabía qué, pero algo en la voz del viejo lo asustaba tanto como lo tranquilizaba, como si fuera alguien conocido. Le contó sobre las pesadillas, sobre la mujer de negro, sobre las noches sin dormir. El pescador lo escuchó en silencio, asintiendo de vez en cuando como si no fuera la primera vez que oía esa historia.

—Hay un lugar —le dijo finalmente el viejo—. Un cementerio viejo, abandonado, cerca de Puerto Lobos. Dicen que ahí la gente encuentra respuestas aunque no siempre son las que uno espera.

—¿Cómo llego?

El pescador le dibujó un mapa rudimentario en una servilleta, marcando el camino con trazos temblorosos. Mientras lo hacía, murmuró algo entre dientes, palabras que él no pudo entender completamente.

—Tené cuidado —le dijo al terminar—. La gente que regresa de allí ya no es la misma.

Se levantó para irse, pero antes de alejarse, dijo:

—Por cierto —le dijo con una sonrisa extraña—, espero que se terminen sus pesadillas.

Durmió esa noche allí mismo en el auto, unas pocas horas, entre pesadillas.

El viaje hasta Puerto Lobos fue una tortura de sueño, ruta 1 y ripio, sosteniéndose con café y cigarrillos. Cuando llegó al pueblo abandonado el silencio lo golpeó como una bofetada. No ladraba un solo perro. Las casas deshabitadas y derruidas lo miraban con ventanas vacías, como cuencas sin ojos. Era extraño: ni siquiera el viento patagónico aullaba como él sabía que ocurría en la zona en tardes de verano.

Caminó unos cientos de metros hacia el noreste, siguiendo las indicaciones del pescador. Entre la vegetación achaparrada y ya con el rugido del océano cerca, encontró lo que quedaba del cementerio. No tenía cercos ni señalización; solo tumbas aisladas, derruidas, con nombres borrados por la arena y el salitre. Algunas cruces de hierro se alzaban torcidas, como dedos artríticos señalando el cielo gris. Algunas tumbas estaban cercadas.

Pero algo estaba mal. Muy mal.

Varias de las tumbas estaban abiertas. De par en par, como bocas hambrientas. Se acercó a la primera con el corazón martilleándole el pecho: vacía. La segunda, igual. Una tras otra, cinco sepulturas parecían haber sido profanadas, sin rastro de los muertos que alguna vez albergaron. En el borde del camino de arena y cantos rodados algo brillante atrajo su atención: Un anillo de oro. Lo tomó.

En el centro del cementerio se alzaba una cruz mayor en la tumba que estaba cercada con hierros viejos y oxidados, con una vela negra encendida a sus pies. Imposible: ¿Quién había encendido esa vela? no había nadie en kilómetros a la redonda, él había tomado el la ruta provincial 1 para llegar al pueblo abandonado y no había visto a nadie. Además, estaba en un descampado, con un viento constante soplando. Se acercó para examinarla y entonces vio que bajo la cruz, dentro del cerco, estaba una lápida diferente a las demás: limpia pese a ser claramente la mas antigua, con una inscripción que el tiempo no había logrado borrar completamente.

"Aquí yace Dolores Mendoza - 1923-1946 - Que descanse en paz quien no tuvo paz en vida"

Un escalofrío le recorrió la espalda. Dolores. El mismo nombre que se susurraba en sus pesadillas. Pero eso era imposible, una coincidencia macabra. Se inclinó para leer de nuevo la inscripción cuando escuchó algo que le heló la sangre: el inconfundible llanto de una mujer.

Se irguió de golpe y miró alrededor. El llanto venía de todas partes y de ninguna, como si el mismo viento lo trajera desde el mar, pero entonces la vio a unos metros de distancia inclinada sobre una tumba abierta: Una figura de mujer vestida de negro, exactamente igual a la de sus pesadillas.

Quiso correr, pero sus piernas no le respondían. La figura levantó lentamente la cabeza y lo miró directamente. No tenía ojos, solo dos huecos negros que parecían absorber la luz del día. Abrió la boca y con una voz que sonaba como el susurro del viento entre las piedras, dijo:

—Te estaba esperando.

Él retrocedió, resbalando con las redondeadas piedras sueltas. La mujer se incorporó con movimientos imposiblemente fluidos y comenzó a caminar hacia él. A cada paso que daba, a su alrededor las tumbas abiertas se iban cerrando solas, como si la tierra misma las sellara.

—No podés escapar —siguió diciendo—. Esta es la tercera vez que me ves. Ya no hay vuelta atrás.

La tercera vez. Era cierto. La primera pesadilla había sido hace tres meses, la segunda la semana pasada, y ahora... esto no era un sueño. Nunca había sido un sueño.

—¿Qué querés de mí? —logró articular con voz quebrada.

La mujer sonrió, y su sonrisa era un tajo negro en su rostro de invierno.

—Vine a buscarte, mi amor. Vine a llevarte conmigo.

En ese momento él recordó y entendió. La lápida. El nombre. La fecha de muerte: 1946. Setenta y siete años esperando. Setenta y siete años buscándolo. Retrocedió hasta que sintió la cruz mayor contra su espalda. La vela seguía ardiendo, imposible e impasible.

—No te reconocés, ¿verdad? —La voz de Dolores ahora sonaba dulce, casi tierna—. Pero yo sí. Te he estado buscando desde que me mataste.

Las imágenes llegaron como un torrente: otra vida, otro tiempo. Buenos Aires, barrio de Retiro, 1946. Él tenía otro nombre entonces: Ramón, y ella era su novia. La había matado en un ataque de celos, la había estrangulado con sus propias manos. Después había huido hacia el sur, había cambiado de nombre, había tratado de empezar de nuevo. Pero había muerto solo y lleno de culpa en este mismo cementerio en 1952.

—Las almas en pena no descansan —susurró Dolores, ya muy cerca—. Y los asesinos tampoco. Hemos estado reencarnando una y otra vez, buscándonos. Esta vida, la anterior, la anterior a esa... siempre el mismo final. Tres veces. Las tres veces que me viste.

Él cayó de rodillas. Ahora recordaba todo: todas las vidas, todas las muertes, todas las veces que se habian encontrado. Un ciclo eterno de culpa y venganza.

—Esta vez es diferente —dijo Dolores, extendiendo una mano translúcida—. La tercera es la vencida dicen. Esta vez vamos a descansar juntos.

Él tomó su mano y sintió un frío espectral que lo atravesó hasta los huesos. Las tumbas se abrieron de nuevo, todas a la vez, y de ellas emergieron los otros: todas las versiones anteriores de sí mismo y de ella, todos los encuentros pasados, todas las muertes. Un ejército de espectros que los rodeó en silencio.

Cuando la policía encontró su cuerpo días después, estaba tirado junto a la cruz mayor, con una sonrisa extraña en los labios. El forense no pudo determinar la causa de muerte: simplemente había dejado de vivir.

Enterraron su cuerpo lejos, en el cementerio de Madryn —aunque su alma descansa donde cayó—, y aunque nadie va a visitarla los lugareños dicen que su tumba siempre amanece con una vela encendida. Y que si se presta atención en las noches de viento, se pueden escuchar dos voces que susurran palabras de perdón, finalmente en paz.

Pero nadie en las historias menciona al pescador del bar que le había indicado el cementerio. Si la policia hubiera investigado, hubieran descubierto que ese hombre tuvo por nombre Ramón.







domingo, 7 de septiembre de 2025

El último mensaje

 


Después de perder a su hijo al nacer, Laura y Andrés decidieron mudarse. La casa anterior era un lugar muerto, un recordatorio que dolía con sólo abrir los ojos. Eligieron una vivienda en un barrio tranquilo, con paredes recién pintadas y la falsa promesa de un nuevo comienzo.

La primera noche encendieron la vieja estufa del dormitorio. El calor se extendió despacio mientras se acostaban, cansados, sin ganas de hablar. Laura abrazó la almohada como si pudiera sostenerla; Andrés se quedó mirando el techo, sintiendo el vacio.

Entonces lo escucharon: un ruido leve, casi un suspiro de niño, de algo que caía abajo de la cama.

Andrés se inclinó con cuidado. Al meter la mano, sintió la aspereza del papel. Era una hoja pequeña, doblada varias veces, amarillenta en los bordes, como si llevara años ahí escondida. La abrió con las manos temblando.

La letra era infantil, desprolija, escrita a las apuradas: "Papá, mamá... revisen la llave. Pierde gas."

En ese instante, la llama de la estufa titiló, se encogió y se apagó. 

Laura tomó la nota. En la esquina, con la misma letra insegura, había una firma que nunca habían llegado a conocer: "Su hijo que los cuida. Mateo."

El olor a gas empezó a invadir la habitación. Dulce. Espeso. Como una canción de cuna envenenada.




sábado, 6 de septiembre de 2025

Improvisación: Civilización: ¿Se Aceptan Devoluciones?

 


Pequeña obra de improvisación.

Personajes:

Horacio: Oficinista, tripulante veterano de velero, cansado de la rutina laboral.
Lucía: Administrativa, pragmática, con humor ácido y frases cortas.
Ramón: Náufrago, lleva 7 años en la isla, se volvió creativo y algo excéntrico.

Escena Única: Playa de la isla
Se escucha el sonido del mar. Dos figuras, Horacio y Lucía, desembarcan de una pequeña lancha inflable. Ven una señal de humo al fondo.

HORACIO: (jadeando) ¡Por fin! ¡Te dije que era una señal de socorro!
LUCÍA: (mirando la fogata con ceño fruncido) O una parrillada. Esperemos que no sea humana.
(Aparece Ramón, bronceado, con barba larga, una corona de hojas de palmera y un coco en la mano.)
RAMÓN: ¡Socorro! ¡Por fin! ¡Llévenme a casa, a la civilización! ¡Quiero volver a comer yogurt con cereales!
HORACIO: ¿Yogurt con cereales? ¿No se te ocurrió algo mas yanqui?.Te vinimos a rescatar, no me hagas arrepentirme. Subí a la lancha que te llevamos, tenemos nuestro velero cerca.
LUCÍA: Vinimos de vacaciones, navegamos un poco más lejos de las vías comerciales y cuando vimos tu fogata nos acercamos
RAMÓN: (suspira) Siete años esperando. Llegan justo hoy que tenía programada la siesta larga antes de las carreras de cangrejos. (toma un coco ahuecado con una carita pintada)
LUCÍA: (Señalando el coco) ¿Y ése es tu trago de bienvenida? ¿Coco con agua de mar?
RAMÓN: No, se llama Norberto. Confidente, psicólogo y árbitro de voley. Me mantuvo cuerdo… a su manera. Es mi televisor también. Hoy daban el documental  "Granos de arena cayendo". (Muestra el coco, tiene una pantalla de TV dibujada con carbón del otro lado.)
HORACIO: Pero… ¿cómo sobreviviste aquí?
RAMÓN: Pescado, cocos, y un delivery de gaviotas: tardan, pero llegan. Construí una hamaca, tengo un spa de barro y un club nocturno para cangrejos.
LUCÍA: Con razón no te ves tan desesperado.
HORACIO: Igual no te preocupes, mañana estás desayunando medialunas.
RAMÓN: (Sonríe, con cierta duda. Mira hacia su isla) Bueno… tampoco es que la paso tan mal. Pesco, duermo, me bronceo. Los cangrejos me hacen cosquillas a cambio de migas.
LUCÍA: Ahí viene: síndrome de Estocolmo, versión playera.
HORACIO: (Riendo) No le hagas caso. Vamos, levantamos campamento y...
RAMÓN: (interrumpe, preocupado) ¿Y qué me espera allá? Otra vez el trabajo, la rutina. Multas de tránsito, recibos de luz, suegra con WhatsApp. Acá tengo silencio… salvo por los mosquitos.
LUCÍA: (Seca) Silencio, hambre y malaria. Suena a spa cinco estrellas.
HORACIO: (Ríe, pero luego mira al horizonte) Igual… tiene un punto. Yo me levanto a las seis, viajo dos horas en colectivo, discuto con el jefe porque la impresora no tiene tóner… 
RAMÓN:¿Ves? La impresora es la primera cadena de la civilización. Eslabones de tinta.
LUCÍA: Ah, la típica crisis existencial tropical. Le pasa a todos los oficinistas cuarentones apenas ven el sol.
RAMÓN: (Entusiasmado, dirigiéndose a Horacio) ¿Querés quedarte? ¡Podemos hacer liga de fútbol! Tengo un coco ahuecado, solo me faltaban piernas extras.
HORACIO: ¿Y si nos quedamos? Total… ¿qué hay allá? Papeles, horarios, "mañana lo vemos". (con cara complice mirando al público) Tu madre...
LUCÍA: (Cortante) Y acá: insolación, diarrea y mosquitos que te fuman la sangre como habano. Muy tentador.
HORACIO: Lucía, pensalo: despertarte con el mar, desayunar aire salado, no fichar nunca más. ¡Sin transporte público!
LUCÍA: ¡Genial! Vienen para rescatarlo y los convence de no irse. Sacado del manual de marineros fracasados. Decime, ¿No tenés un mapa del tesoro también?
HORACIO: Lucía… ¿Y si me quedo un tiempito?, un par de semanas nomás, qué sé yo.
LUCÍA: Claro, porque el sindicato de cocoteros te ofrece jubilación temprana. ¡Dejáte de decir pavadas Horacio!
(Pausa dramática. Se miran. Ramón empieza a trazar líneas en la arena con un palo.)
RAMÓN: Mirá, acá armo la canchita. Norberto de pelota, vos de delantero.
LUCÍA: (Suspira, se cruza de brazos) Perfecto. Dos hombres adultos, uno con barba de 7 años y otro con crisis laboral, jugando al coco-fútbol. Yo voy a hacer lo lógico: volver y reportar que los encontré. Sin más detalles. Sino me internan a mi por loca.
(Lucía se aleja caminando hacia la lancha, mientras Horacio y Ramón terminan de dibujar líneas en la arena con palos)
RAMÓN: Vos delantero, yo arquero. El que pierda, lava los cangrejos y busca ramitas para el fuego.
HORACIO: (sonriendo emocionado) Trato hecho. Si me ve mi jefe ahora… capaz que renunciaría él.
LUCÍA: (gritando desde la lancha) ¡Y no olviden ponerse protector! La única autoridad que les queda es la del astro rey.
(Se oye el primer puntapié al coco. Un grito de gol. Baja el telón.)

jueves, 24 de julio de 2025

Día de alegrarnos con una sonrisa ajena

 


Febrero. Noche calurosa. Vacaciones en Uruguay. El mar, ahí nomás, con esa calma que sólo tiene cuando las playas se vacían.

Salimos a caminar por la rambla de Piriápolis, en busca de algo muy simple: un café. Pero parece que el balneario ya se fue a dormir. No hay mucho ruido, no hay boliches y tampoco cafés a mano. Desde Punta Fría hasta el centro, lo que hay son restaurantes cerrando, mozos que sacan las cartas de las veredas, sillas que se apilan. Claramente, esto no es la Argentina.

La caminata se vuelve parte del plan. Recorremos una galería de artesanos, pasamos frente al antiguo Hotel Argentino, que siempre impone con su elegancia detenida en el tiempo. Entramos al casino, lo recorrimos despacio y buscamos el café, pero a las nueve de la noche ya está cerrado. Manejamos otros horarios.

Salimos otra vez a la Rambla de los Argentinos, y seguimos bordeando la bahía con el ritmo tranquilo de quien pasea en vacaciones. El aire salado, el murmullo del agua rompiendo suave, las luces iluminando sin encandilar.

Recién cerca de la Avenida General Artigas encontramos un cafecito abierto, debajo de un complejo de edificios frente al mar. Nada pretencioso, aunque muestra un par de cafés diferentes en la carta. Mesas de madera y metal, sillas no tan incómodas, una vista del mar cruzando la calle y la rambla que resulta suficiente. Nos sentamos, pedimos dos cafés y nos quedamos ahí, en ese silencio cómodo que da el amor cuando no hace falta decir mucho.

Y entonces, atrás nuestro, se sientan dos mujeres. Una joven, la otra mayor. No quisimos escuchar, de verdad que no. Pero la charla entre ellas subía y bajaba de volumen como una ola: entusiasta, viva, imparable.

Era la nieta. Y era la abuela. Y hoy se habían reencontrado, al parecer, despues de cierto tiempo. Demasiado para ambas.

La nieta contaba lo feliz que estaba de tenerla ahí, hablaba de la universidad, de la vida viviendo sola, de los momentos pasados sin verla. Le brillaba la voz. La abuela, con una calma serena, le respondía con risas bajitas, de esas que hacen brillar el alma. No sabíamos sus nombres, ni hacía falta. Sólo sabíamos que ese encuentro había sido muy esperado.

Nos enteramos —sin querer, o queriendo un poco— que la abuela vivía en otro departamento de Uruguay, y que esta visita era un pequeño milagro logístico. Y que en las vacaciones de invierno la nieta pensaba ir a verla. Y que se extrañaban mucho. Que no se veían tanto como quisieran, y que se estaban regalando esa noche como si el tiempo no fuera tirano, y nos llevara en alas de apuros y desencuentros.

Tambien nosotros conversamos, sintiendo y dejandonos contagiar de la alegría que escuchabamos a nuestras espaldas, las risas eran un contrapunto de felicidad que era una sola.

Terminamos el café con una sensación deliciosa en la garganta y una sonrisa en la boca. Pagamos, nos levantamos despacio y retomamos el camino de vuelta al hotel.

Las dejamos ahí, charlando todavía, felices, con una luz que no venía de las luces del local sino de ellas. Una alegría que se nos pegó sin permiso y que nos acompañó hasta el hotel, como si hubiéramos presenciado algo mágico.

Y sí. A veces, sin que lo busquemos, una sonrisa ajena puede alegrarnos el momento, y acompañarnos en un recuerdo para siempre.


lunes, 14 de julio de 2025

Ventanas que son puertas

 


Era el año 2012 en Buenos Aires, cuando los pesos todavía significaban algo y las ventanas de los restaurantes de Puerto Madero eran como pantallas de televisión para los que caminaban por la vereda frente al rio.
Cada noche, después de las ocho, cuando las luces amarillas se encendían detrás de los cristales empañados, el pibe aparecía. Siempre el mismo horario, siempre el mismo ritual. Se plantaba frente al Puerto Cristal —ese restaurante donde los ejecutivos celebraban sus ascensos con vinos que costaban más que un alquiler— y se quedaba ahí, quieto como un semáforo.
No mendigaba. Eso lo habría hecho vulgar, previsible. Simplemente miraba. Miraba como quien ve una película que nunca va a poder ver: los mozos de corbata deslizándose entre las mesas, los platos que llegaban humeantes, las copas que se alzaban en brindis que él imaginaba como grandes logros: Tener una nueva casa, tener un sandwich, estudiar.
La mochila Jansport azul —regalo de algún familiar en épocas mejores— se le escurría del hombro derecho. Llevaba libros de la escuela, se notaba que trataba de seguir estudiando. Pero lel llamaba la atención lo que veía como el propio paraíso, desde la ventana del restaurante. Mientras miraba, el estómago le hacía ruidos que se mezclaban con el murmullo del viento sobre el rio.
Una noche de verano en ese febrero, el cocinero salió a tomar un poco de aire escapando de una cocina que era sucursal del propio infierno. No era el chef —ese señor importante que aparecía en las revistas—, sino Raúl, el que trabajaba en la parrilla desde las cinco de la tarde hasta que el último cliente se fuera con su taxi.
Raúl tenía cuarenta y pico, manos dañadas por años de aceite hirviendo, y esa mirada que tienen los que vivieron mucho. Cosas buenas y malas. Había llegado de Tucumán en el '85, cuando Buenos Aires todavía prometía cosas.
—¿Tenés hambre, pibe?
La pregunta se colgó en el aire como el humo del cigarrillo que fumaba a un costado de la puerta. El chico levantó la vista. Tenía ojos grandes, mas grandes en su cara flaca, y por un segundo Raúl se vio a sí mismo treinta años atrás, parado en otra vereda, aún con sueños por cumplir. El chico estaba mudo, y lo miraba.
—¿Querés aprender a cocinar?
El pibe no dijo que sí. Tampoco dijo que no. Pero sonrió y siguió a Raúl hasta la cocina, donde el vapor de las ollas creaba una niebla que parecían las nubes de un cielo apenas vislumbrado.
Le dio un delantal gastado, de esos que ya no son blancos de tantas manchas, pero chiquito, ajustado para él. Quien sabe de donde los sacó y para qué lo tenían. Luego Raúl se puso nuevamente su propio delantal, que se había sacado para ir a fumar a la puerta. Un delantal que había conocido miles de salpicaduras, que había sido testigo de cenas perfectas y desastres culinarios.
Raúl por supuesto no le pagaba. Le enseñaba. Una diferencia mas que interesante. Y de lo que cocinaban juntos, siempre una parte era para él, para cenar. Y otra para llevar.
Día tras día, el pibe —que se llamaba Emiliano pero todos le decían Emi— aprendió que la cebolla se pica despacio, que el huevo se bate con paciencia, la cocina requiere dedicación y mucha atención y bastante amor.
En la cocina del restaurante, entre el vapor y el aceite, Emiliano se fue convirtiendo en otra persona. Aprendió a ser útil, aprendió a trabajar, a creer. Pronto lo contrataron como 'pinche de cocina', apenas tuvo edad suficiente. Para ese momento, ya era un cocinero en todo derecho.
Pasaron los años. Buenos Aires cambió de moneda, de presidente, de esperanzas. Pero Puerto Cristal siguió pegado al rio, y Emiliano también siguió ahí. Fue mozo, atendió en la caja, hizo limpieza, estaba adonde hacía falta una vez que terminó la escuela. Pero siempre lo que más le gustaba era trabajar en la cocina
Hoy, en 2025, tiene veinticuatro años y es el chef principal. Sus manos son firmes cuando corta finito, sus ojos ya no se agrandan cuando ve comida, ni lloran al picar cebollas. Pero todos los jueves, sin falta, prepara un plato especial.
"Degustación de la ventana", dice el menú. Es un guiso simple, con los ingredientes que más comía de chico: papas, cebolla, un poco de carne cuando había suerte.
Y cada vez que alguien lo elige, Emiliano sonríe de esa manera que tienen los que saben reconocer a otro que tambien la pasó mal.
—Ese plato tiene algo que ningún otro lleva —le dice a quien quiera escuchar—: hambre de cambiar la vida.
Porque en Buenos Aires, en cualquier año, las ventanas todavía pueden ser puertas a un sueño de progresar.








martes, 8 de julio de 2025

Día de estallar cerebros

 


—Hoy me subí al subte y, apenas arranca, se sube un tipo a rapear.

—Ufff… ¿uno de esos que improvisa con lo que le dicen?

—¡Sí! Ya me puse tenso. Me molestan un montón.

—¿Y qué hiciste?

—Le clavé la mirada con todo mi desprecio, me acomodé los auriculares como

diciendo "ni se te ocurra". Pero no... se me acerca directo y me dice:

—“A ver, el señor de anteojos con cara de pocos amigos… ¡tíreme una palabra!”

—¡JAJA! ¿Y qué le dijiste?

—Lo miré fijo, sin sonreír... y le dije: “Desoxirribonucleico”.

—...

—Balbuceó un par de sílabas... y se bajó en la siguiente estación.

—¡Le dió un ACV con una palabra!

—Literalmente. Yo no rapeo... pero tengo munición científica.



lunes, 7 de julio de 2025

Ahora que estás

 


A veces me pasa que te miro y no puedo evitar pensar que estuviste ahí todo el tiempo. Incluso cuando no estabas.

No en presencia, quizás. Pero en esas cosas pequeñas que uno no se da cuenta hasta que se detiene: una palabra que repetís, una forma de mirar, una canción que aparece sin buscarla y me lleva derecho a vos.

No sé si fue el tiempo o la distancia. O tal vez fui yo. Pero algo cambió.

Y sin embargo, cuando volviste, todo tenía tu forma. Tu voz era la misma, pero traía algo nuevo. Como si el camino te hubiera pulido, como si hubieras vuelto siendo más vos.

Estás. Y ahora lo sé con una claridad que antes no tenía.

Porque sí, siempre me dejaste algo. No como esos amores que hacen mucho ruido. Lo tuyo fue distinto: Fuiste una palabra en común en mitad de una charla, risa que se me escapó sin saber por qué, una idea que encendiste sin darte cuenta. Dejaste en mi cosas que no sabés.

Te hiciste parte de mis días. En la forma en que miro el cielo, en lo que leo, en el gesto automático de pensar en preparar dos cafés aunque esté solo.

Sos también la que empujó cambios. Lo que me hizo querer estar mejor. Por vos, o por mí con vos.  

Porque no es que te fuiste. Es que hiciste tu viaje, y yo el mío. Y en algún punto, sin hacer ruido, sin promesas ni fuegos artificiales, volvimos a encontrarnos.

Sos ese lugar al que se vuelve sin preguntarse por qué. Esa presencia que no empuja, pero sostiene.

No hicimos todo juntos, pero sí hicimos algo que pocos logran: resistimos. Y regresamos. Volvimos...

Y ahora que estás, ya no pienso en lo que faltó. Pienso en lo que queda.

Y queda tanto.







jueves, 19 de junio de 2025

Día de descubrir un castillo siniestro

 


Ayer a última hora estaba leyendo sobre una leyenda de terror, aunque al continuar descubrí que era real, así que decidí investigar un poco y escribir sobre esto y hoy ya con las imágenes correspondientes los invito a conocer una historia, porque hoy es dia de... ¡descubrir un castillo siniestro!:

Hay lugares donde uno no debería caminar ni de día. No porque pase algo, sino porque pasó algo. Porque lo que pasó dejó una huella, una marca en el aire, en la tierra, en los huesos. Uno de esos lugares queda al norte de Bohemia —lo que hoy sería la República Checa— y tiene un nombre que parece inventado para una novela gótica: Houska.

El castillo de Houska no está donde debería estar. No protege nada, no defiende ninguna frontera ni ningún paso comercial, no corona una colina de forma estratégica ni le sirve a un rey para mirar desde lo alto una ciudad o un reino, sintiéndose importante. No. Está en el medio del bosque. En la nada misma. Como si alguien lo hubiera puesto ahí con la única intención de... tapar algo. 

Y, bueno, parece que eso es exactamente lo que hicieron.

Antes de que hubiese siquiera cimientos, ya el lugar tenía mala fama. No por leyendas de viejas, sino por hechos. Los pastores evitaban pastar por ahí. Los animales, decían, desaparecían. Había una grieta. Un agujero que grita. No una cueva ni un pozo: una grieta en la tierra, como si la corteza hubiese cedido y se abriera a otro mundo. Y de ahí salían cosas, no visibles, pero se oían: voces que no hablaban en lenguas humanas, el batir de alas grandes, pesadas, como de criaturas que no tenían por qué estar acá. Arrojaban piedras y no se oía el golpe en el fondo. Como si el mundo tuviera en ese lugar una herida que nunca terminó de cerrar.

Los lugareños le pusieron un nombre sin eufemismos: “el agujero del infierno”. Y todos sabían que, al caer el sol, había que evitar esa zona. Porque lo que estaba abajo... salía. A veces.

Allá por 1253, el rey Ottokar II de Bohemia decidió intervenir pero no como uno esperaría: No lo tapó con tierra, no lo selló con cemento y piedras. No. Mandó a levantar un castillo directamente encima. Y lo primero que construyó fue una capilla justo sobre el agujero. Como si la única forma de contener lo que sea que vivía ahí abajo fuera aplacarlo con rezos. Lo más curioso es cómo se construyó. Las defensas no apuntaban hacia afuera, sino hacia adentro. Construyó ventanas falsas, escaleras que no llevaban a ningún lado, puertas tapiadas, torres que terminaban abruptamente. Como si más que un castillo fuera una tapa, una protección... y una trampa.

Durante siglos hubo quienes vivieron ahí, vivieron para rezar. Monjes, ermitaños, tipos de fe inquebrantable... al menos al principio. Porque algunos se fueron quebrando. Otros desaparecieron... y hay documentos de esto. En uno de ellos del siglo XIV se cuenta un experimento. Un prisionero, condenado a muerte aceptó bajar al agujero a cambio de su libertad, bajó colgado de una cuerda. Duró menos de cinco minutos: Cuando lo izaron, había encanecido. Murió a los tres días, murmurando incoherencias sobre “los que esperan abajo”.

Pasaron los siglos. El castillo fue quedando como esas cosas que están ahí pero que nadie quiere tocar. Hasta que llegaron los nazis. Lo ocuparon en plena Segunda Guerra Mundial pero no por razones militares obviamente: vinieron buscando “energías especiales”. Nadie sabe exactamente qué hicieron ahí adentro, pero los lugareños hablaban de luces extrañas en el cielo y en las vantanas, en las oscuras noches, cuantan de símbolos tallados, de rituales. Cuando los aliados llegaron, el lugar estaba vacío pero intacto. Y lo que dejaron los alemanes... no lo comentaron. O no lo supieron explicar.

Pero vamos al presente (porque el castillo sigue ahí): Hoy Houska se puede visitar. Podés ir, sacar una entrada, hacer la recorrida guiada. Pero no todos se animan y lo hacen, y de los que lo hacen no siempre completan el recorrido: Algunos turistas se desmayan. Otros sienten frío en pleno verano. Hay quienes dicen haber oído pasos donde no había nadie. Y la capilla, claro, sigue ahí. Justo encima del agujero. Abierto.

Se han hecho excavaciones. Aparecieron huesos humanos extraños, deformados. Algunos trabajadores juraron haber visto sombras moverse por los pasillos aunque no hubiera luz que proyectarlas.

Podés pensar que todo esto es mito, superstición medieval con un toque de horror muy turístico. Pero hay preguntas que no tienen respuesta fácil. ¿Por qué un castillo sin función militar? ¿Por qué diseñar trampas interiores? ¿Por qué, después de ocho siglos, sigue habiendo gente que no se anima a pasar por ahí de noche? Ni hablar de quedarse a dormir.

Y una pregunta más importante aún: ¿qué sucedería si, después de tantos siglos de contención, alguien decidiera levantar esa tapa, si no estuviera la capilla, el castillo mismo?

En los bosques silenciosos del norte de Bohemia, el Castillo de Houska sigue montando guardia sobre su secreto enterrado. Y bajo sus cimientos, en la oscuridad que no conoce el tiempo, algo que no debería existir continúa esperando pacientemente el momento de su liberación.





sábado, 31 de mayo de 2025

El alma del Averno

 


La noche se extendía cristalina sobre la Estación Marambio, con un cielo que jamás se vería en el continente. Sobre la isla donde se encontraba la base, en el Mar de Weddell, las estrellas brillaban con una intensidad que parecía casi sobrenatural, mientras la luna hacía rielar las aguas oscuras del océano antártico. Era una de esas noches de verano austral donde el hielo marino había retrocedido lo suficiente como para permitir que el pequeño puerto de la base permaneciera libre de témpanos.

Juan Salvo se encontraba revisando los datos del día sobre los pinguinos, su actividad habitual y una de las razones por las que estaba en la base como biologo. Aunque era biólogo marino, le encantaban los pinguinos y desde chico deseaba ir a la antartida a estudiarlos. Paro ahora su colega de turno le gritó desde la ventana de la base:

—¡Juan! Vení a ver esto. Hay algo extraño en el mar.

Se acercó al cristal con unos prismaticos y lo que vio lo dejó sin aliento. A menos de un kilómetro del puerto, una sombra enorme oscurecía la superficie. No era un iceberg, o un derrame de aceite que fue lo primero que pensó; la forma era demasiado irregular, demasiado orgánica. Parecía pulsar levemente bajo la luz de la luna.

—¿Qué carajo es eso? —murmuró.

En ese momento entró Lorena, la teniente guardiamarina. Una de las pocas mujeres en la base austral, joven , decidida y con un futuro prometedor en las fuerzas armadas. Juan siempre se había sentido atraído hacia ella, pero nunca había encontrado el momento o el valor para decírselo. Lorena se sabía atractiva y llevaba su rango con una confianza que él admiraba en silencio.

—Los sensores detectaron una masa grande hace media hora —dijo, acercándose a la ventana—. ¿Alguna idea de qué puede ser?

Juan tomó nuevamente los prismáticos y estudió la forma en la distancia. Su corazón comenzó a acelerarse, y no por la presencia de Lorena, sino por lo que creía estar viendo.

—Tengo que acercarme —dijo—. Esto podría ser... increíble.

—¿Acercarte? ¿En plena noche? ¿Estás loco?

—Lore, si es lo que creo estamos ante un gran suceso científico. 

—Esperá Juan, nadie debería subir solo a un bote en la noche antártica. Te acompaño.

Él la miró con una mezcla de curiosidad y felicidad ante su preocupación. Después de un momento, asintió.

—Dale. Pero llevemos todo el equipo de seguridad, linternas, unas cuerdas y un traje de buzo.

—De ninguna manera voy a dejar que lleves un traje de buzo. Vamos. Le aviso al jefe de la base.

Veinte minutos después navegaban en el bote neumático, con chalecos salvavidas árticos, un reflector potente y el equipo de comunicaciones. Juan remaba con cuidado, sin encender el motor para no perturbar lo que fuera que estuvieran a punto de encontrar.

Conforme se acercaban, la verdadera magnitud de la criatura se hizo evidente. Una masa rojiza cubría una extensión considerable del mar, flotando prácticamente al nivel de la superficie. Tentáculos o brazos se extendían en todas direcciones como algo salido directamente del infierno, serpenteando en la corriente con una gracia espectral que parecía sacada de una pesadilla lovecraftiana.

Pero Juan, lejos de asustarse, gritó con júbilo:

—¡Si! ¡Es, lo que pensaba! ¡Lore, esto es un momento extraordinario! Es una Stygiomedusa gigantea... ¡una medusa fantasma gigante!

—¿Una qué?

—¡Es un descubrimiento increíble! —Juan no podía contener su emoción mientras seguía remando hacia la criatura—. Solo se han registrado poco más de cien avistamientos de esta especie desde 1899. Es prácticamente imposible encontrarlas, incluso con vehículos submarinos que exploran las mayores profundidades. Esta debe medir más de diez metros de longitud, quizás incluso más.

Lorena observaba la masa rojiza con una mezcla de fascinación y aprensión.

—¿Es peligrosa?

—No tiene tentáculos venenosos como otras medusas —explicó Juan, sacando su cámara submarina y comenzando a documentar el encuentro—. Esos brazos que ves son más como cintas, los usa para capturar presas. Meterse al agua sería mortal, pero por el frío, no por veneno. Es inofensiva.

Mientras hablaba, una historia que había escuchado años atrás en una conferencia de biología marina volvió a su mente. Un viejo investigador había mencionado una leyenda que circulaba entre algunos biólogos marinos: decían que en las profundidades existía un ser infernal al que incluso los calamares gigantes temían encontrarse. Un ser sin alma, rojo como la sangre pero sin sangre, con un cuerpo que flotaba como un fantasma. Los viejos pescadores agregaban un detalle curioso: hablaban de un pequeño pez blanco que nadaba alrededor de la criatura, a veces incluso entre sus propios tentáculos, como si fuera parte de la medusa misma. Según la leyenda, ese pez era el alma perdida de la criatura, y mientras estuviera cerca no había peligro, porque aún seguía siendo un ser de este mundo.

Juan había disfrutado como todos de esa historia en su momento. Ahora, contemplando la masa rojiza que se extendía ante ellos, no le parecía tan disparatada.

Encendió los reflectores y comenzó a filmar y fotografiar meticulosamente, mientras, para llenar el tiempo y dar conversación, le contaba la leyenda sobre el pez blanco a Lorena, que sonreía divertida. La iluminó con una linterna de mano: La medusa era aún más impresionante bajo la luz artificial, su campana translúcida, de más de un metro de diámetro, pulsaba suavemente, y sus cuatro brazos ondulaban como banderas espectrales en una brisa que no existía.

Fue entonces cuando la criatura comenzó a moverse.

Al principio fue apenas perceptible, un cambio sutil en la posición de los brazos. Pero luego, con una deliberación que heló la sangre de ambos jóvenes, la medusa gigante comenzó a desplazarse directamente, lentamente, hacia su pequeño bote.

El cambio en en ambos fue inmediato. La noche, que momentos antes había sido cristalina y hermosa, ahora se sentía opresiva. El frío antártico pareció intensificarse, calándoles hasta los huesos. La distancia hasta las luces acogedoras de la base, que hacía unos minutos parecía insignificante, ahora se antojaba inmensa e inalcanzable.

—Juan... —la voz de Lorena había perdido toda su confianza habitual.

La medusa los superaba por cuatro veces el tamaño de su bote. Sus brazos se extendían como tentáculos del mismísimo averno, y su campana rojiza brillaba con un resplandor siniestro bajo los reflectores. El agua alrededor de la criatura parecía más oscura, como si absorbiera la luz.

Juan intentó encender el motor. Tiró una vez, dos veces. Nada.

—¡Mierda! ¡No arranca!

—¿Qué hacemos? —Lorena había tomado el arpón de emergencia del bote, aunque ambos sabían que sería inútil contra algo de ese tamaño. Se suponía inofensivo. Pero no era lo que sentían en ese momento. El mar se tornaba fosforecente en su presencia, se movia de forma ominosa hacia ellos, y se veía inmenso en la soledad de la noche.

—La linterna LED, esa potente que trajimos —dijo Juan, tratando de mantener la voz firme—. Es un ser de los abismos, una luz tan intensa debería ahuyentarlo.

Lorena encendió el foco LED y lo dirigió directamente hacia la medusa. La luz era cegadora, casi azulada, convirtiendo la noche en un espectáculo surrealista de sombras danzantes y reflejos rojizos.

Juan comenzó a golpear el agua con el remo, creando ondas que se alejaban del bote en círculos concéntricos. No recordaba si las medusas escuchaban algún sonido. ¡Buen biólogo marino estaba hecho!

Bajo la intensa luz del LED, justo al lado de la masa rojiza que continuaba acercándose, algo brilló. Un destello plateado, pequeño pero inconfundible: un pez blanco que relucía cerca de la superficie, acercándose a la medusa.

Juan y Lorena observaron, hipnotizados, cómo el pequeño pez nadaba directamente hacia los brazos de la criatura gigante y desaparecía entre ellos.

La medusa se detuvo bruscamente.

Con un movimiento que contrastaba dramáticamente con su lentitud espectral anterior, la criatura agitó sus tentáculos con fuerza, el agua a su alrededor se convirtió en espuma. Luego, súbitamente comenzó a hundirse, alejándose hacia las profundidades de donde había emergido.

El silencio que siguió fue absoluto, roto solo por el sonido de las olas lamiendo el casco del bote.

—Parece que recuperó su alma —dijo Lorena, con la voz apenas audible.

Juan, que había estado conteniendo la respiración sin darse cuenta, exhaló profundamente.

—A mí me volvió el alma al cuerpo cuando se alejó.

Mientras revisaba las fotografías y videos que había logrado capturar antes del momento de terror, Juan no podía evitar sonreír. El material era extraordinario, científicamente invaluable. Sería una publicación que marcaría su carrera.

Tomó los remos y comenzó a dirigirse de vuelta hacia el muelle. Lorena lo observaba con una expresión diferente, una nueva admiración. Había mantenido la calma y la presencia de ánimo en un momento que parecía de peligro, y eso le revelaba un aspecto de él que no había visto antes.

El faro del muelle los recibía con su luz que alternaba entre blanco y rojo, como un ojo que guiñaba en la oscuridad. Las luces de la base brillaban cálidas a la distancia.

Juan miró a Lorena y notó esa nueva cercanía en sus ojos. El muelle estaba cerca. Quizás, pensó, esta noche terminaría aún mejor que una simple navegación bajo las estrellas antárticas.

Mientras, bajo el bote, oculta por la sombra del casco y protegida por la negrura de la noche, una masa de tentáculos rojizos se deslizaba silenciosamente, siguiéndolos, aproximándose con lentitud inexorable.


(Gracias Ana por la sugerencia y  por hablarme de la medusa)

Basado en :

https://www.infobae.com/america/ciencia-america/2025/05/29/el-enigma-de-la-medusa-fantasma-como-es-la-criatura-que-vive-en-las-profundidades-antarticas/

https://www.mbari.org/animal/giant-phantom-jelly/#:~:text=La%20campana%20de%20esta%20criatura,(33%20pies)%20de%20longitud.

lunes, 5 de mayo de 2025

Cambio de rostro

 


La Ciudad de Buenos Aires hervía con su caos habitual: bocinazos, empujones, trajes grises, caras largas, y la prisa como idioma compartido. Nadie se detenía a mirar nada. O casi nadie.

Él estaba ahí. De pie en la vereda de Avenida Corrientes, entre un local de empanadas veganas y una joyería con carteles de venta de oro. Cabello negro perfectamente peinado, hombros anchos bajo un traje que parecía hecho a medida, sonrisa que no necesitaba invitación. Su vestimenta, elegante pero casual, su porte decía: "confianza" con voz segura. Tenía a sus pies una valija grande —demasiado grande para maletín de trabajo— y un neceser de cuero negro en la mano. Muy masculino.

Una mujer de unos cincuenta años pasó apurada. Él le sonrió y le ofreció hacer una breve encuesta. Ella ni se molestó en mirarlo.

Pero a unos metros, Jime sí.

Veintidos años, cabello castaño descuidado, rostro común sin gracia particular, jeans demasiado grandes y zapatillas con más kilómetros que marca. Detuvo la marcha. Él ya la había notado. Cambió el tono:

—¿Tenés un minuto? —preguntó con una sonrisa radiante.

Jime asintió. Jime siempre decía que sí.

—¿Estás conforme con tu rostro?

Ella dudó un instante, tocándose la mejilla con inseguridad.

—Creo que no... podría ser mejor, ¿no?

—¿Y con tu figura?

—Definitivamente no —rió nerviosa, tironeando la tela de su remera suelta como queriendo esconderse—. Yo no me veo como las chicas de Instagram. Nada que ver.

—¿Te molestan tu voz o tu cabello?

—Son... normales. Aburridos.

—Bien. Ahora, describite con un número del uno al diez.

Jime pensó. Se sintió observada. Se notó, por primera vez, juzgada por él. No quería parecer arrogante… pero tampoco patética.

—¿Seis?.

Él frunció apenas el ceño. Su belleza se ensombreció.

—¿Por qué esa calificación?

Jime no supo qué decir. Un frío le recorrió la espalda. Él la miraba como si acabara de fallar una prueba que no sabía que estaba rindiendo.

Entonces se inclinó hacia ella, envuelto en su perfume a maderas y especias.

—Si pudieras cambiar tu rostro por otro, pero… al azar… y a cambio recibir un millón de dólares. ¿Lo harías?

Ella retrocedió un paso. Soltó una risa incómoda.

—No sé... mi mamá dice que la belleza está en el interior.

Él se encogió de hombros y volvió a mirar al frente. La ignoró. La encuesta había terminado. 

Jime caminó media cuadra. Pero algo ardía en su nuca. Dio vueltas al asunto. "Con un millón me hago mil cirugías ¿no?. Si sale mal, lo arreglo. ¿Qué tan mal podría salir?"

Volvió. El hombre no se había movido.

—¿La oferta sigue en pie?

Él la observó con una calma casi clínica.

—Segundas oportunidades no se dan en mi empresa. Aunque… —dejó el silencio hablar—. Podría ofrecerte una prueba. Sólo el cabello, random. Te doy mil dólares.

Jime dudó menos de cinco segundos.

—Dale.

Él abrió la valija. Sacó una máquina metálica, como una afeitadora futurista con luces verdes. Apuntó a su cabeza. El zumbido fue breve.

Jime se tocó el pelo. Se sentía... diferente.

Él sacó un pequeño espejo del bolsillo de su saco y se lo alcanzó.

Su pelo ahora era rubio, lacio, brillante, con un corte moderno que enmarcaba su rostro.

—Te queda muy lindo —dijo él con un guiño. El espejo devolvía la imagen de sí misma, similar, pero más definida. Más atractiva.

—Y ahora... —prosiguió— te ofrezco un cambio completo: cuerpo, rostro, voz. Como viste, necesitamos probar esta nueva tecnología, los resultados son inmediatos. Y el premio sigue en pie. Un millón. Solo necesito una foto del antes y el después.

Jime ya no dudó.

—Acepto.

Él asintió. Encendió la máquina. Un rayo suave la recorrió. Sintió que su cintura se estrechaba, que las curvas se definían como si años de rutinas y dietas la hubiesen moldeado. Su voz, al decir "¿ya está?", era más profunda y melodiosa. Tenía un leve acento que no era suyo.

Se vio en el espejo.

Tenía unos 35 años. Ojos felinos, piel bronceada, labios carnosos. No era simplemente linda. Era... despampanante.

El hombre la fotografió y envió la imagen desde su celular. Luego cerróel neceser y le entregó la otra  valija: la grande. Repleta de billetes.

—Buena suerte —dijo, y se fue caminando entre la multitud.

Jime quedó sola. Miró su reflejo en una vidriera. Su ropa ya no le quedaba bien. Se veía mayor. Pero hermosa. Nueva. Y rica.

Sonrió. Un un cambio perfecto. Los chicos ahora la mirarían. Podía operarse para verse más joven i quería. O no. ¿Qué importaba?

Se giró para irse.

Dos patrulleros chirriaron las gomas al frenar en la vereda.

—¡Sandra Avila "La Viuda" Felix! ¡Queda detenida por narcotráfico internacional! ¡Manos arriba!

Jime palideció.

—¡No, no! ¡Soy Jimena! ¡Un hombre me cambió, se los juro!

Pero los oficiales no escuchaban, avanzaron. Jime intentó escapar pero la redujeron rápidamente. El retrato del cartel de búsqueda de Interpol coincidía con la foto que le acababa de llegar a la comisaría. El mismo rostro. La figura inconfundible a pesar de la ropa. El tono de voz, tan reconocible por tantas grabaciones con su marido el Chapo Felix. La valija llena de dólares era la prueba final.

Mientras la esposaban, un hombre de traje impecable se alejaba a paso firme por una calle lateral, con una nueva valija aún más grande para sí mismo en la mano, y el neceser de cuero negro medio oculto en el saco.



lunes, 28 de abril de 2025

El Eternauta: ciencia ficción que habla de nosotros.

 


Hay cómics que son aventuras; otros, epopeyas.

Hoy dado la fiebre de la serie de Netflix, el Eternauta vuelve a estar en boca de todos. Va una minima reseña, con algún spoiler que se avisa con tiempo, para poder estar en tema antes de la serie. Que esperemos sea una serie que respete la historieta original, y no sea otro apnfleto político que nadie pidió.

Imaginemos una noche cualquiera en Buenos Aires. Un grupo de amigos juega a las cartas, ajenos a la tempestad que comienza a tejerse sobre sus cabezas. Sin aviso, una nevada mortal cae del cielo: un veneno invisible que mata a todo ser vivo que toca. No hay héroes de capa y espada aquí. Solo hombres y mujeres comunes, unidos por el azar y la necesidad, tratando de entender qué sucede, de proteger a los suyos, de sobrevivir un día más.

La amenaza no es una guerra clásica ni un apocalipsis natural: es una invasión silenciosa, extranjera y desconocida. A medida que avanzan, los protagonistas descubren que detrás del horror se esconde algo aún más aterrador: seres que esclavizan, que anulan voluntades, que utilizan a otros como peones de su conquista. Pero en lugar de rendirse, este puñado de personas se organiza, improvisa, aprende a luchar juntos.

El Eternauta no se trata de un individuo iluminado que salva al mundo. Es la historia de un grupo que resiste. Es la ciencia ficción pensada desde la solidaridad, desde el saber que nadie sobrevive solo cuando el mundo se desmorona.

Más allá de cualquier lectura política que luego otros quisieron imponerle, la esencia del relato es atemporal: el valor colectivo frente al desastre. No importa cuánto cambie la forma del enemigo; lo que permanece es esa chispa —mínima pero invencible— que nace cuando las personas comunes deciden no rendirse.


Una breve mirada histórica

El Eternauta nació en 1957, en las páginas de la revista Hora Cero Semanal. El guión fue obra de Héctor Germán Oesterheld, y el dibujo, de Francisco Solano López. Juntos crearon una historia que combinó lo mejor de la ciencia ficción clásica con una sensibilidad profundamente humana.

Desde su primera publicación, la aventura de Juan Salvo y su grupo de supervivientes capturó la imaginación de miles de lectores. Lejos de limitarse a una simple invasión extraterrestre, El Eternauta propuso un relato donde la resistencia colectiva, el coraje cotidiano y la solidaridad se convierten en las únicas armas contra el desastre.

Con el tiempo, la obra se transformó en un clásico no solo del cómic argentino, sino de toda la narrativa gráfica en español. Por la época y la ideología del autor, se busca llevar esta ideología a la obra. En su momento lso autores dijeron que no era el objetivo, sino contar una historia humana en ciencia fición. Lo demás, es relato.


Les dejo una breve reseña de los personajes, con una advertencia: si no conocen la obra, NO lean los alienígenas (que por eso los separé, caramba!) porque leerlos ya es spoiler:

Humanos

1. Juan Salvo (El Eternauta)

Juan Salvo es el hombre común convertido en héroe por el peso insoportable de la tragedia. Su única brújula es el amor por su familia: todo lo que hace —desde improvisar un traje para sobrevivir hasta enfrentarse al terror desconocido— nace de su necesidad desesperada de proteger a Elena y Martita. No busca gloria ni venganza, solo el milagro de volver a abrazarlas. Su fuerza es esa llama simple y brutal: el amor como resistencia.

2. Elena Salvo

Elena es el refugio silencioso dentro del horror. Mientras el mundo se deshace afuera, ella se aferra a su hija y a su compañero, encarnando la ternura que se niega a morir. Su motivación no es entender el desastre ni combatirlo: es mantener viva la humanidad dentro de su pequeño núcleo familiar. Sabe que, mientras proteja a Martita, algo del mundo que conocieron todavía puede salvarse.

3. Martita Salvo

Martita no entiende la catástrofe, ni necesita hacerlo. Su sola existencia justifica la lucha de los demás. Representa la esperanza pura, el futuro que aún podría ser, la semilla que debe sobrevivir al invierno más cruel. Es la razón profunda y silenciosa detrás de cada paso que da Juan Salvo.

4. Favalli

Favalli es la mente fría en medio del caos. Frente a lo inexplicable, su instinto no es temer ni huir, sino comprender. Cree firmemente que la razón puede domar cualquier monstruo, que entender es resistir. Su motivación es doble: sobrevivir y probar que el conocimiento aún tiene poder en un mundo que parece entregarse al sinsentido.

5. Lucas Herbert

Lucas es la memoria viva de otras luchas, de otros fracasos y victorias. En él no hay ingenuidad, pero sí una determinación serena. Lo mueve la certeza de que, mientras el hombre se mantenga fiel a ciertos valores —la solidaridad, la dignidad, la compasión—, ni siquiera una invasión alienígena podrá quebrarlo del todo.

6. Franco

Franco no soporta quedarse de brazos cruzados. Su corazón late más rápido que su mente, y su motivación es pelear, hacer algo, aunque el enemigo sea invisible o invencible. Para él, la pasividad equivale a la muerte. Prefiere arriesgarlo todo en una acción impulsiva antes que rendirse ante el miedo.


Alienígenas y Criaturas (INSISTO: no los leas si no conoces la obra porque lamentablemente ¡nombrarlos ya es spoiler!)

1. Manos

Los Manos son esclavos tristes de un poder que ni siquiera comprenden del todo. Su motivación es sobrevivir bajo las órdenes de sus amos, aunque eso implique traicionar su propia voluntad. Son víctimas tanto como verdugos, atrapados en un sistema que los condena a ser instrumentos de opresión.

2. Hombres-Robot

Los Hombres-Robot fueron humanos alguna vez, convertidos en peones ciegos mediante control mental. Perdieron su identidad, su memoria, su capacidad de decidir. Su única motivación es obedecer mecánicamente las órdenes que les implantaron. Representan la pesadilla máxima: la anulación total de la conciencia bajo un poder exterior.

3. Gurbos

Los Gurbos no conocen deseo ni miedo. Son bestias programadas para destruir, movidas por impulsos que no les pertenecen. Su existencia es brutal y breve: romper, aplastar, devastar. No hay maldad en ellos, solo obediencia ciega al mandato de arrasar todo a su paso.

Ellos 

Ellos gobiernan desde las sombras, sin ensuciarse las manos: son los verdaderos invasores. Su motivación es conquistar, someter, expandirse como una plaga silenciosa. No sienten odio ni placer: para ellos, todo lo que existe es un recurso que debe ser administrado, un territorio que debe ser dominado. Son la encarnación del control absoluto, indiferente al dolor o a la belleza de quienes aplastan.