viernes, 5 de febrero de 2016

Miau



Estaba yendo a jugar un partido de fútbol, pasé frente a una casa con rejas, y dos ojos amarillos me siguieron. Al acercarme se escapan, se frenan, y vuelven a mirar. Un par de orijitas paradas y puntiagudas. Al lado, otro par de ojos dorados. Dos gatitas idénticas, gris amarronadas, me miran curiosas y desconfiadas. Sigo caminando, con una sonrisa. Los gatos tienen esa cosa loca de seriedad de dioses egipcios que siempre me hace sonreír. Y ese quedarse mirando fijo la nada, como viendo mundos mas allá de lo que uno ve, que siempre me hacen preocupar un poco. Sigo caminando hasta  un café frente a la plaza, para tomar algo antes del partido mientras transpiro como si ya estuviera jugando porque no tienen luz y no anda el aire acondicionado, y en toda esa línea de cosas, encuentros y pensamientos, me lleva a acordarme de Miau.

Miau, por supuesto, era un gato. Negro y blanco. No supe nunca como se llamaba, estaba en el jardín de la casa de enfrente al edificio en el que yo vivía separado de la calle por una tapia bajita de cemento. Cada vez que llegaba del trabajo, lo veía en el pasto, mirándome fijo, con esa seriedad gatuna que era desvirtuada por un hociquito rosa y unos largos bigotes blancos, y su expresión de sospecha curiosa, mientras se agazapaba entre los arbustos. En algún momento, lo empecé a saludar al pasar, justo antes de cruzar la calle. Me miraba con atención, ya sin esconderse. De a poco, con el correr de los días tomó confianza y me esperaba encaramado a la tapia, me veía venir y me saludaba con un ¡Miau!, al que yo respondía rascándole el cuello. De ahí el nombre, cuando maullaba yo lo saludaba con un  - Hola Miau, y él venía orondo con el hociquito alzado para recibir mimos. La casa estaba descuidada, el jardín mucho más, pero el gato se veía pulcro y bien comido, por lo que suponía que cada tanto, o a determinadas horas, había alguien. Pasaron semanas. Cada tanto, Miau bajaba de un salto la tapia y me acompañaba hasta el cruce de calle, me maullaba un saludo de despedida y volvía veloz y furtivo, con un salto alcanzaba la tapia y se metía en el jardín.
Un día pasé y no estaba. No era la primera vez, sabemos lo independientes que son los gatos. A veces no lo veía pero al pasar lo llamaba -Miau! y lo veía aparecer desde cualquier rincón, una estela gris casi por mezclarse el blanco y el negro al correr. Pero ese día no estaba. El siguiente, tampoco.
Era mitad de la semana.
Al tercer día pasé, como siempre, regresando. Lo llamé, y ni una señal. Por alguna razón, miré de nuevo y lo llamé otra vez: - Miau! Hubo un movimiento en la enredadera pegada  a la pared. Una bolita de pelo blanca y negra. Lo llamé una vez más, casi una pregunta:-  ¿Miau?, y sentí el maullido, suave, quedo, como triste. Vino hasta la tapia muy despacio y se chocó con la base. Lo miré, tenía algo raro en la cara, no abría los ojos. Lo llamé despacio y se frotó contra la pared, maullando. Yo ya lo había alzado un par de veces antes, cuando pasaba; estiré el brazo frente a la pared y me olfateo, se acurrucó frotándose contra mi mano. Me estiré por encima de la tapia y lo alcé, tenía lo ojos cerrados y cubiertos de moco, como conjuntivitis. Toqué el timbre, no contestaba nadie, insistí. Nada. Miau apoyaba tranquilo la cabeza en mi brazo, ronroneando. Lo llevé al veterinario, y luego a casa. Té de manzanilla frío, gasas esterilizadas, las gotas. Al rato se veía mucho mejor, y me veía. Después de un plato de leche, se quedó dormido en el living. Al día siguiente otro poco de limpieza, y se notaba bien. Pedacitos de carne, otro plato de leche. Lo crucé enfrente, toqué el timbre, pero no salió nadie. Lo bajé a la vereda, saltó la tapia de un salto al jardín, dos segundos más tarde estaba arriba de nuevo, de vuelta. Miau! saludó, muy convencido. Al otro dia, al pasar, se dejó poner las gotas, ya no las necesitaba.
Lo seguí viendo mucho tiempo, siempre bien comido, siempre bien cuidado, siempre en su jardín.
Siempre saludándome, al regresar a casa.
Fue el único vecino del que me despedí cuando me mudé. 

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